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HOMERO EN LA GRECIA CLÁSICA

La Ilíada de Homero.
Versión de Alfonso Reyes
PRÓLOGO.

NO LEO la lengua de Homero; la descifro apenas. ”Aunque entiendo poco griego” -como dice Góngora en su romance -, un poco más entiendo de Grecia. No ofrezco un traslado de palabra a palabra, sino de concepto a concepto, ajustándome al documento original y conservando las expresiones literales que deben conservarse, sea por su valor histórico, sea por su valor estético. Me consiento alguna variación en los epítetos, cierta economía en los adjetivos superabundantes; castellanizo las locuciones en que es lícito intentarlo. Hasta conservo algunas reiteraciones del sujeto, características de Homero, y muy explicables por tratarse de un poema destinado a la fugaz recitación pública y no a la lectura solitaria.

 

La Ilíada...

Pero adelanté con cuidado y prudencia, sin anacronismos, sin deslealtades. La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra. En su versión perdida del debate Por la corona, decía Cicerón: “No creí necesario traducir palabra por palabra, pero conservé el valor y la fuerza de todas ellas: no las conté, sino las pesé.” Una simple comparación entre mi texto y las traducciones corrientes explicaría por sí sola mi propósito. Si no para fines lingüísticos, mi Homero podrá ser citado sin peligro para todo objeto literario, filosófico e histórico. El que quiera la traducción del filólogo sabe dónde buscarla. Abundan los libros de esta índole, y son excelentes. Pero ellos importan y convienen al estudiante de gramática griega, no al lector, a quien decididamente ahuyentan y fatigan. Y malo, muy malo, si se cae en la manía etimológica, que ya está dando resultados funestos y falsea la representación que los mismos griegos tenían de sus vocablos; pues nadie, en los pueblos civilizados, habla ni piensa según las etimologías; nadie se pone a la sombra de una semilla, sino de un árbol. A lo mejor esa “Atenea de ojos de lechuza” es sólo una traducción a medias, como lo sería traducir del alemán -digamos- ”peso por dentro” y “peso por fuera”, en vez de “impresión” y “expresión”.
Butcher y Lang, autoridades en el caso, confiesan que las modernas versiones en prosa, hijas de laboriosa erudición y alimentadas con los resultados de la arqueología, pueden dar la verdad histórica de Homero, no su verdad poética. Y en cuanto a las traducciones castellanas en verso, fácilmente se comprenderá mi deseo de intentar otra más a mi gusto, más cercana a los lectores de hoy, y que tampoco sea una paráfrasis, sino una traducción verdadera, e informada en el presente estado de los estudios homéricos. El empeño nació ante la necesidad de contar con un texto apropiado para un curso sobre la unidad artística de la Ilíada en El Colegio Nacional, y a esto se reducen mis pretensiones.
Se ofrecen muchas dudas y no pocas incertidumbres. No en vano nuestro poema arranca de hace casi treinta siglos, fue compuesto en un dialecto literario y artificial que nunca se habló propiamente; fue trasmitido en forma oral, sufrió interpolaciones y variantes, y fue fijado tardíamente. Su mismo autor a veces parece legendario, a veces quiere partirse en dos -uno para la Ilíada, otro para la Odisea-, y a veces se nos deshace en la onda de un clamor colectivo: las famosas “ráfagas wolfianas”. Ante tales dudas e incertidumbres, me he aconsejado, al tiempo de compulsar el poema, de cuantos comentarios y traducciones sabias tuve a mi alcance. A estas autoridades y modelos lo debo todo, salvo la elaboración personal.
Puestos al verso, ¿por qué no el hexámetro? En las dimensiones del poema, temí que ya nadie lo soportara; aparte de que sería una traducción chapucera, bárbara, de la antigua cantidad silábica al acento rítmico moderno. En poemas cortos y en obra propia, me lo he consentido aquí y allá, siguiendo, entre otros, a Villegas, a Carducci, a Caro, a Darío. Con la Ilíada no me asistía igual derecho. Prescindí del endecasílabo, bridón de nuestra “epopeya culta”. Y me pasé al alejandrino -en cierto modo, lo más semejante al hexámetro-, que me daba un molde más amplio que el endecasílabo y cuya prosapia medieval consta en el Mío Cid y en el “mester de clerecía”.
El primer pecado de las versiones modernas es el abuso del espacio. Y se explica: transportar el verso homérico a las lenguas vivas es más difícil que encerrar al genio en la botella. Aunque el castellano posee singulares elasticidades sintácticas, riqueza léxica y vigor expresivo difícilmente superables, carece de ese tesoro de monosílabos que tanto aligera la lengua imperial de nuestros días; y como los demás romances, se resiste un poco a los compuestos. Ambas condiciones hubieran sido preciosas para la traducción homérica. Y aun el inglés mismo, enfrentado con los versos griegos, queda en mala postura. Winnington-Ingram, en su reciente monografía sobre Eurípides and Dionysus, necesita una página entera para diez versos de Las Bacantes. Y véanse las contorsiones de A. T. Murray en la Ilíada de la Biblioteca Loeb. Hice, pues, lo que pude, y acaso me fue mejor que a muchos. Ganando y perdiendo, he volcado al fin 5 691 hexámetros griegos en 5 763 alejandrinos castellanos: un déficit de 72 versos en total.
Llegué a traducir, en alejandrinos sin rima, casi las dos primeras rapsodias, cerca de 1 400 versos. Después -no sé si dejándome llevar por el ejemplo de Lugones en sus fragmentos homéricos- pensé que la rima cunaba la atención y ayudaba a la lectura, y lo rehice todo. A veces, usé la rima interior y de hemistiquio, para no alargar ociosamente tal o cual verso, por el afán de dar alcance a la consonancia al cabo de las catorce sílabas. Y desde luego, en cerca de seis mil versos, me creí autorizado a usar con frecuencia las rimas fáciles o pobres, y a introducir una que otra asonancia cabal o aproximada, sin lo cual la empresa hubiera sido inabarcable y la lengua se me hubiera agotado. Ciertas reiteraciones, aunque me facilitaban la tarea, no significaban necesariamente un ahorro de esfuerzo: corresponden por mucho a las repeticiones y muletillas -quién sabe si, a veces, dotadas de sentido religioso o ritual- que Homero empleaba, como las emplean los payadores. Me asombro yo mismo de que puedan pintarse tantas situaciones diferentes con tantas palabras iguales.
Pero recuérdese que la antigüedad siempre usó el verso blanco o sino al revés de lo que ahora sucede- sólo se consintieron algunas rimas en la prosa. Muy bien podrá ser que, si tengo tiempo de seguir el trabajo, opte en las rapsodias sucesivas por el verso sin rima, o al menos, sin rima obligatoria.
Entre tanto, al convertir la primera versión a la que ahora presento, creo haber logrado todavía mayor apego al original y un fraseo más ágil. Acaso la ninfa Eco señalaba la senda: no puedo explicarlo mejor. Cierta justicia matemática me iba permitiendo acomodar las unidades poéticas del verso griego al verso castellano. Al fin y a la postre hay, entre ambas lenguas, una relación de orbe cultural, y nuestra mente sigue corriendo por el cauce de la mente griega. La función mnemotécnica y respiratoria de estos y de aquellos versos viene a ser la misma.
No me preocupó el problema onomástico, no seguí una regla uniforme. Ya por respeto a la tradición o por razones de gusto, dejé a algunos personajes el nombre de evolución latina; para otros, adopté la forma griega, que de tiempo a esta parte ha comenzado a preferirse. La prueba de la rapsodia II resultó singularmente dura. Aquella enumeración de pueblos, capitanes y barcos obliga al traductor a verdaderos extremos de humildad, y acaso impaciente un poco al que no sea un buen catador y no sepa gustar del solo rumor de los vocablos. Horacio (Sátiras, I, v) omite el nombre de una aldea por que no logra acomodarlo en sus números. Considérese lo que cuesta sujetar a rima y versos castellanos tan abundantes nombres homéricos.
Me atreví con ese híspido sublime que de cuando en cuando deja sentir el poema. Entre el fragor de los combates, se llaman al pan, pan, y al vino, vino. La “doliente viuda” no vale lo que “la viuda de rostro rasguñado”; ni “el alma dolorida” vale “el velludo pecho”; ni “la arañada cutis”, que alguien dijo, vale “la nalga atravesada”. ¡Estética del cilantro todo ello!
Quiera el desocupado lector con benevolencia este ensayo y no pretenda leer el poema de un aliento. Tamaña extensión, y aun la velocidad del flujo narrativo, aconsejan beberlo a sorbos, como un licor violento. Para lo cual, siguiendo la moderna práctica, se lo ha dividido en breves escenas, aun a trueque de tener que buscar la rima, una que otra vez, entre un final y un comienzo. (Ejemplos: III, 383:385: IV, 220:221, y 420:422.)
Respecto a la autoría de la Ilíada, carácter y texto del poema, la doctrina más sana y más nueva puede resumirse así:
1) Hay un poeta, un Homero, que responde de la asombrosa unidad artística de la obra, de su creciente arrastre patético y de su alto sentido moral.
2) Este poeta trabaja sobre leyendas de larga tradición, muy difundidas y aun a caso elaboradas por sus predecesores en poemas más breves.
3) Los hechos reales e imaginarios que narra la Ilíada son anteriores a Homero en varios siglos. De las nueve Troyas superpuestas que se han descubierto, la sexta parece corresponder a la Ilíada y se supone destruida entre 1194 y 1184 a. c. Algunos sospechan que Homero funde en un solo episodio la destrucción de la sexta Troya y el incendio de la segunda Troya, acaecido por el año 2 000 a. c. Homero es situado entre los siglos IX y VII a. c.
4) Homero aprovecha a su modo los asuntos hereditarios, los dispone y compone, repite sin duda tal o cual frase o fórmula consagrada o celebrada, e inventa, en general, los símiles que no corresponden a la era micénica, a la era de la guerra troyana, sino a su propia época. No es, pues, un mero compilador, sino que ofrece una nueva redacción poética.
5) Homero escoge, en el conjunto de los temas que acarrea la saga, uno solo: la cólera de Aquiles y sus consecuencias. Ni toda la historia de la guerra troyana, ni tampoco una “Aquileida” completa. Cincuenta y un días en el décimo año de la guerra. De Aquiles sólo averiguamos lo esencial para apreciar su estado de ánimo y los efectos de su pasión. La mayor parte del poema transcurre en ausencia del héroe, y el poeta lo mantiene presente, como una constante amenaza, mediante una serie de alusiones. La Ilíada acaba con los funerales de Héctor, y no nos lleva hasta la caída de Troya.
6) El poeta añade, por su cuenta, algunos incidentes que reserva como sorpresa a sus auditorios y a sus patrones.
7) Añade asimismo algunos elementos de interpretación. No en modo discursivo, no hablando por sí, pero a través de las mismas acciones que nos relata.
8) Añade, también, algunos caracteres, cuidándose entonces de describirlos o explicarlos sumariamente; a diferencia de lo que hace para los personajes ya conocidos, que son objeto de una simple mención.
9) Por otra parte, procura sazonar la obra con relatos digresivos, evocaciones y recuerdos de otras leyendas ajenas a su tema, como para ensanchar el espacio y el tiempo, envolviendo en imágenes lejanas el limitado escenario de la Ilíada. Y lo hace con singular tino, ya insertando estas digresiones como antecedentes o futuras consecuencias de su acción principal, ya trayéndolas al caso con aleccionamientos o ejemplos, etc. Las constantes reminiscencias de Néstor son garrulerías de viejo que ayudan a completar su retrato.
10) Salvo leves y contadísimas excepciones, en que parece exigirlo así la misma enormidad de los errores humanos que el poeta refiere, éste se oculta detrás de sus figuras, cumpliendo fielmente la regla épica de objetivación, como convencido de que los señores que lo alquilan para recitar nada quieren saber de él, sino de los héroes que canta.
11) Procede, además, conforme a una técnica ya dramática: deja que los personajes se pinten solos con sus palabras y sus actos.
12) El poema está redactado en un dialecto “prejónico”, mezclado de eolio, ático, etc., con adjetivos compuestos acaso inventados; obra todo de una tradición poética que Homero viene a coronar, como lo hizo Shakespeare para el inglés isabelino. Hay formas vetustas y prehelénicas que los mismos homeristas alejandrinos no lograron ya descifrar.
13) El poema fue redactado para la recitación, que acaso se hacía con un ligero sonsonete, sin llegar al canto, y se puntuaba con una especie de batuta.
14) La Ilíada, a lo largo de las recitaciones seculares, ha sufrido algunas adaptaciones de oportunidad, algunas adulteraciones voluntarias e involuntarias, e interpolaciones de mayor o menor bulto.
15) La versión canónica de la Ilíada, fijada siglos después por los críticos alejandrinos, no difiere en nada esencial del texto que hoy se acepta. A él corresponden también con exactitud los motivos tomados a la Ilíada por los pintores de vasos griegos.

Alfonso Reyes
Cuernavaca, noviembre de 1949.

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Rapsodias

I. LA PESTE Y LA CÓLERA

 

 

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