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Obras
completas de Platón
Patricio de Azcárate
Fedro
o de la Belleza
– Sócrates
– Fedro
Sócrates
Mi querido Fedro, ¿a dónde vas y
de dónde vienes?
Fedro
Vengo, Sócrates, de casa de Lisias{1},
hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera
de muros; porque he pasado toda la mañana
sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto
de Acumenos, tu amigo y mío, me paseo por
las vías públicas, porque dice que
proporcionan mayor recreo y salubridad que las
carreras en el gimnasio.
Sócrates
Tiene razón, amigo mío; pero Lisias,
por lo que veo, estaba en la ciudad.
Fedro
Sí, en casa de Epícrates, en esa
casa que está próxima al templo
de Júpiter Olímpico, la Moriquia.{2}
[262]
Sócrates
¿Y cuál fue vuestra conversación?
Sin dudar, Lisias te regalaría algún
discurso.
Fedro
Tú lo sabrás, si no te apura el
tiempo, y si me acompañas y me escuchas.
Sócrates
¿Qué dices? ¿no sabes, para
hablar como Píndaro, que no hay negocio
que yo no abandone por saber lo que ha pasado
entre tú y Lisias?
Fedro
Pues adelante.
Sócrates
Habla pues.
Fedro
En verdad, Sócrates, el negocio te afecta,
porque el discurso, que nos ocupó por tan
largo espacio, no sé por qué casualidad
rodó sobre el amor. Lisias supone un hermoso
joven, solicitado, no por un hombre enamorado,
sino, y esto es lo más sorprendente, por
un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder
sus amores más bien al que no ama, que
al que ama.
Sócrates
¡Oh! es muy amable. Debió sostener
igualmente que es preciso tener mayor complacencia
con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad
que con la juventud, y lo mismo con todas las
desventajas que tengo yo y tienen muchos otros.
Sería esta una idea magnífica y
prestaría un servicio a los intereses populares{3}.
Así es que yo ardo en deseos de escucharte,
y ya puedes alargar tu paseo hasta Megara, y,
conforme al método de [263] Heródicos{4},
volver de nuevo después de tocar los muros
de Atenas, que yo no te abandonaré.
Fedro
¿Qué dices?, bondadoso Sócrates.
Un discurso que Lisias, el más hábil
de nuestros escritores, ha trabajado por despacio
y en mucho tiempo, ¿podré yo, que
soy un pobre hombre, dártelo a conocer
de una manera digna de tan gran orador? Estoy
bien distante de ello, y, sin embargo, preferiría
este talento a todo el oro del mundo.
Sócrates
Fedro, si no conociese a Fedro, no me conocería
a mí mismo; pero le conozco. Estoy bien
seguro de que, oyendo un discurso de Lisias, no
ha podido contentarse con una primera lectura,
sino que volviendo a la carga, habrá pedido
al autor que comenzara de nuevo, y el autor le
habrá dado gusto, y, no satisfecho aún
con esto, concluiría por apoderarse del
papel, para volver a leer los pasajes que más
llamaran su atención. Y después
de haber pasado toda la mañana inmóvil
y atento a este estudio, fatigado ya, había
salido a tomar el aire y dar un paseo, y mucho
me engañaría, ¡por el Can!,
si no sabe ya de memoria todo el discurso, a no
ser que sea de una extensión excesiva.
Se ha venido fuera de muros para meditar sobre
él a sus anchuras, y encontrando un desdichado
que tenga una pasión furiosa por discursos,
complacerse interiormente en tener la fortuna
de hallar uno a quien comunicar su entusiasmo
y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo,
llevado de su pasión por discursos, le
invita a que se explique, se hace el desdeñoso,
y como si nada le importara; cuando si no le quisiera
oír, sería capaz de obligarle a
ello por la fuerza. Así, pues, mi querido
Fedro, mejor es hacer por voluntad lo que [264]
habría de hacerse luego por voluntad o
por fuerza.
Fedro
Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte
el discurso como me sea posible, porque tú
no eres de condición tal que me dejes marchar,
sin que hable bien o mal.
Sócrates
Tienes razón.
Fedro
Pues bien, doy principio... Pero verdaderamente,
Sócrates, yo no puedo responder de darte
a conocer el discurso palabra por palabra. En
medio de que me acuerdo muy bien de todos los
argumentos que Lisias hace valer para preferir
el amigo frío al amante apasionado; y voy
a referírtelos en resumen y por su orden.
Comienzo por el primero.
Sócrates
Muy bien, querido amigo; pero enséñame,
por lo pronto, lo que tienes en tu mano izquierda
bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si
he adivinado, vive persuadido de lo mucho que
te estimo; pero, supuesto que tenemos aquí
a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir
que seas tú materia de nuestra conversación.
Veamos, presenta ese discurso.
Fedro
Basta de broma, querido Sócrates; veo que
es preciso renunciar a la esperanza que había
concebido de ejercitarme a tus expensas; pero
¿dónde nos sentamos para leerlo?
Sócrates
Marchémonos por este lado y sigamos el
curso del Illiso, y allí escogeremos algún
sitio solitario para sentarnos.
Fedro
Me viene perfectamente haber salido de casa sin
[265] calzado, porque tú nunca lo gastas{5}.
Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos
un baño de pies, lo cual es agradable en
esta estación y a esta hora del día.
Sócrates
Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde
debemos sentarnos.
Fedro
¿Ves este plátano de tanta altura?
Sócrates
¿Y qué?
Fedro
Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa
agradable y hierba donde sentarnos, y, si queremos,
también para acostarnos.
Sócrates
Adelante, pues.
Fedro
Dime, Sócrates, ¿no es aquí,
en cierto punto de las orillas del Illiso, donde
Boreas robó, según se dice, la ninfa
Oritea?
Sócrates
Así se cuenta.
Fedro
Y ese suceso tendría lugar aquí
mismo, porque el encanto risueño de las
olas, el agua pura y trasparente y esta ribera,
todo convidaba para que las ninfas tuvieran aquí
sus juegos.
Sócrates
No es precisamente aquí, sino un poco más
abajo, a dos o tres estadios, donde está
el paso del río para el templo de Diana
Cazadora. Por este mismo rumbo hay un altar a
Boreas. [266]
Fedro
No lo recuerdo bien, pero dime, ¡por Júpiter!,
¿crees tú en esta maravillosa aventura?
Sócrates
Si dudase como los sabios, no me vería
en conflictos; podría agotar los recursos
de mi espíritu, diciendo que el viento
del Norte la hizo caer de las rocas vecinas donde
ella se solazaba con Farmaceo, y que esta muerte
dio ocasión a que se dijera que había
sido robada por Boreas{6}; y aún podría
trasladar la escena sobre las rocas del Areópago,
porque según otra leyenda ha sido robada
sobre esta colina y no en el paraje donde nos
hallamos. Yo encuentro que todas estas explicaciones,
mi querido Fedro, son las más agradables
del mundo, pero exigen un hombre muy hábil,
que no ahorre trabajo y que se vea reducido a
una penosa necesidad; porque, además de
esto, tendrá que explicar la forma de los
hipocentauros y la de la quimera, y en seguida
de estos las gorgonas, los pegasos y otros mil
monstruos aterradores por su número y su
rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra
su sabiduría vulgar, para reducir cada
uno de ellos a proporciones verosímiles,
tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto
a mí, no tengo tiempo para estas indagaciones,
y voy a darte la razón. Yo no he podido
aún cumplir con el precepto de Delfos,
conociéndome a mí mismo; y dada
esta ignorancia me parecería ridículo
intentar conocer lo que [267] me es extraño.
Por esto que renuncio a profundizar todas estas
historias, y en este punto me atengo a las creencias
públicas{7}. Y como te decía antes,
en lugar de intentar explicarlas, yo me observo
a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo
más complicado y más furioso que
Tifón, o un animal más dulce, más
sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte
de una chispa de divina sabiduría. Pero,
amigo mío, con nuestra conversación
hemos llegado a este árbol, a donde querías
que fuésemos.
Fedro
En efecto, es el mismo.
Sócrates
¡Por Juno!, ¡precioso retiro! ¡Cuán
copudo y elevado es este plátano! Y este
agnocasto, ¡qué magnificencia en
su estirado tronco y en su frondosa copa!, parece
como si floreciera con intención para perfumar
estos preciosos sitios. ¿Hay nada más
encantador que el arroyo que corre al pié
de este plátano? Nuestros pies sumergidos
en él, acreditan su frescura. Este sitio
retirado está sin duda consagrado a algunas
ninfas y al río Aqueldo, si hemos de juzgar
por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No
te parece que la brisa que aquí corre tiene
cierta cosa de suave y perfumado? Se advierte
en el canto de las cigarras un no sé qué
de vivo, que hace presentir el estío. Pero
lo que más me encanta son estas yerbas,
cuya espesura nos permite descansar con delicia,
acostados sobre un terreno suavemente inclinado.
Mi querido Fedro, eres un guía excelente.
[268]
Fedro
Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario.
Porque al escucharte se te tendría por
un extranjero, a quien se hacen los honores del
país, y no por un habitante del Ática.
Probablemente tú no habrás salido
jamás de Atenas, ni traspasado las fronteras,
ni aun dado un paseo fuera de muros.
Sócrates
Perdona, amigo mío. Así es, pero
es porque quiero instruirme. Los campos y los
árboles nada me enseñan, y sólo
en la ciudad puedo sacar partido del roce con
los demás hombres. Sin embargo, creo que
tú has encontrado recursos para curarme
de este humor casero. Se obliga a un animal hambriento
a seguirnos, mostrándole alguna rama verde
o algún fruto; y tú, enseñándome
ese discurso y ese papel que lo contiene, podrías
obligarme a dar una vuelta al Ática y a
cualquiera parte del mundo, si quisieras. Pero,
en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido,
yo me tiendo en la hierba. Escoge la actitud que
te parezca más cómoda para leer,
y puedes comenzar.
Fedro
Escucha.
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes
que miro la realización de mis deseos como
provechosa a ambos. No sería justo rechazar
mis votos, porque no soy tu amante. Porque los
amantes, desde el momento en que se ven satisfechos,
se arrepienten ya de todo lo que han hecho por
el objeto de su pasión. Pero los que no
tienen amor no tienen jamás de qué
arrepentirse, porque no es la fuerza de la pasión
la que les ha movido a hacer a su amigo todo el
bien que han podido, sino que han obrado libremente,
juzgando que servían así a sus más
caros intereses. Los amantes consideran el daño
causado por su amor a sus negocios, alegan sus
liberalidades, traen a cuenta las penalidades
que han sufrido, y después de [269] tiempo
creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento
al objeto amado. Pero los que no están
enamorados, no pueden, ni alegar los negocios
que han abandonado, ni citar las penalidades sufridas,
ni quejarse de las querellas que se hayan suscitado
en el interior de la familia; y no pudiendo pretextar
todos estos males, que no han llegado a conocer,
sólo les resta aprovechar con decisión
cuantas ocasiones se presenten de complacer a
su amigo.
»Se alegará quizá en favor
del amante, que su amor es más vivo que
una amistad ordinaria, que está siempre
dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable
a la persona que ama, y arrostrar por ella el
odio de todos; pero es fácil conocer lo
falaz de este elogio, puesto que, si su pasión
llega a mudar de objeto, no dudará en sacrificar
sus antiguos amores a los nuevos, y, si el que
ama hoy se lo exige, hasta perjudicar al que amaba
ayer.
»Racionalmente no se pueden conceder tan
preciosos favores a un hombre atacado de un mal
tan crónico, del cual ninguna persona sensata
intentará curarle, porque los mismos amantes
confiesan que su espíritu está enfermo
y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen
ellos, que están fuera de sí mismos
y que no pueden dominarse. Y entonces si llegan
a entrar en sí mismos, ¿cómo
pueden aprobar las resoluciones que han tomado
en un estado de delirio?
»Por otra parte, si entre tus amantes quisieses
conceder la preferencia al más digno, no
podrías escoger sino entre un pequeño
número; por el contrario, si buscas entre
todos los hombres aquel cuya amistad desees, puedes
elegir entre millares, y es probable que en toda
esta multitud encuentres uno que merezca tus favores.
»Si temes la opinión pública,
si temes tenerte que avergonzar de tus relaciones
ante tus conciudadanos, ten presente, que lo más
natural es, que un amante, que [270] desea que
le envidien su suerte, creyéndola envidiable,
sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria
publicar por todas partes, que no ha perdido el
tiempo, ni el trabajo. Aquel que dueño
de sí mismo, no se deja extraviar por el
amor, preferirá la seguridad de su amistad
al placer de alabarse de ella. Añade a
esto, que todo el mundo conoce un amante, viéndole
seguir los pasos de la persona que ama; y llegan
al punto de no poder hablarse, sin que se sospeche
que una relación más íntima
los une ya, o va bien pronto a unirlos. Pero los
que no están enamorados, pueden vivir en
la mayor familiaridad, sin que jamás induzcan
a sospecha; porque se sabe que son lícitas
estas asociaciones, formadas amistosamente por
la necesidad, para encontrar alguna distracción.
»¿Tienes algún otro motivo
para temer? Piensas que las amistades son rara
vez durables, y que un rompimiento, que siempre
es una desgracia para ambos, te será funesto,
sobre todo después del sacrificio que has
hecho de lo más precioso que tienes? Si
así sucede, es al amante a quien debes
sobre todo temer. Un nada le enoja, y cree que
lo que se hace es para perjudicarle. Así
es, que quiere impedir al objeto de su amor toda
relación con todos los demás, teme
verse postergado por las riquezas de uno, por
los talentos de otro, y siempre está en
guardia contra el ascendiente de todos aquellos
que tienen sobre él alguna ventaja. El
te cizañará para ponerte mal con
todo el mundo y reducirte a no tener un amigo;
o si pretendes manejar tus intereses y ser más
entendido que tu celoso amante, acabarás
por un rompimiento. Pero el que no está
enamorado, y que debe a la estimación que
inspiran sus virtudes los favores que desea, no
se cela de aquellos que viven familiarmente con
su amigo; aborrecería más bien a
los que huyesen de su trato, porque vería
en este alejamiento una señal de desprecio,
mientras que [271] aplaudiría todas aquellas
relaciones, cuyas ventajas conociese. Parece natural,
que dadas estas condiciones, la complacencia afiance
la amistad, y que no pueda producir resentimientos.
Por otro lado, la mayor parte de los amantes se
enamoran de la belleza del cuerpo, antes de conocer
la disposición del alma y de haber experimentado
el carácter, y así no puede asegurarse
si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción
de sus deseos. Los que no se ven arrastrados por
el amor y están ligados por la amistad
antes de obtener los mayorers favores, no podrán
ver en estas complacencias un motivo de enfriamiento,
sino más bien un gaje de nuevos favores
para lo sucesivo.
»¿Quieres hacerte más virtuoso
cada día? Fíate de mí antes
que de un amante. Porque un amante alabará
todas tus palabras y todas tus acciones sin curarse
de la verdad ni de la bondad de ellas, ya por
temor de disgustarte, ya porque la pasión
le ciega; porque tales son las ilusiones del amor.
El amor desgraciado se aflige, porque no excita
la compasión de nadie; pero cuando es dichoso,
todo le parece encantador, hasta las cosas más
indiferentes. El amor es mucho menos digno de
envidia que de compasión. Por el contrario,
si cedes a mis votos, no me verás buscar
en tu intimidad un placer efímero, sino
que vigilaré por tus intereses durables,
porque, libre de amor, yo seré dueño
de mí mismo. No me entregaré por
motivos frívolos a odios furiosos, y aun
con los más graves motivos dudaré
en concebir un ligero resentimiento. Seré
indulgente con los daños involuntarios
que se me causen, y me esforzaré en prevenir
las ofensas intencionadas. Porque tales son los
signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.
»Quizá crees tú que la amistad
sin el amor es débil y flaca; y, si fuera
así, seríamos indiferentes con nuestros
hijos y con nuestros padres y no podríamos
estar seguros de la felicidad de nuestros amigos,
a quienes un dulce [272] hábito, y no la
pasión, nos liga con estrecha amistad.
En fin, si es justo conceder sus favores a los
que los desean con más ardor, sería
preciso en todos los casos obligar, no a los más
dignos, sino a los más indigentes, porque
libertándolos de los males más crueles,
se recibirá por recompensa el más
vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras
dar una comida, deberás convidar, no a
los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos,
porque ellos te amarán, te acompañarán
a todas partes, se agolparán a tu puerta
experimentando la mayor alegría, vivirán
agradecidos y harán votos por tu prosperidad.
Pero tú debes por el contrario favorecer,
no a aquellos cuyos deseos son más violentos,
sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento;
no a los más enamorados, sino a los más
dignos; no a los que sólo aspiran a explotar
la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez
te hagan partícipe de todos sus bienes;
no a los que se alabarán por todas partes
de su triunfo, sino a los que el pudor obligue
a una prudente reserva; no a los que se muestren
muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos
cuya amistad, siempre igual, sólo concluirá
con la muerte; no a los que, una vez satisfecha
su pasión, buscarán un pretexto
para aborrecerte, sino a los que, viendo desaparecer
los placeres con la juventud, procuren granjearse
tu estimación.
»Acuérdate, pues, de mis palabras,
y considera que los amantes están expuestos
a los consejos severos de sus amigos, que rechazan
pasión tan funesta. Considera, también,
que nadie es reprensible por no ser amante, ni
se le acusa de imprudente por no serlo.
»Quizá me preguntarás, si
te aconsejo que concedas tus favores a todos los
que no son tus amantes; y te responderé,
que tampoco un amante te aconsejará la
misma complacencia para todos los que te aman.
Porque favores prodigados de esta manera no tendrían
el mismo derecho al reconocimiento, ni tampoco
podrías ocultarlos, [273] aunque quisieras.
Es preciso que nuestra mutua relación,
lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.
»Creo haber dicho bastante; pero si aún
te queda alguna duda, si es cosa que no he resuelto
todas tus objeciones, habla; yo te responderé.»
¿Qué te parece? Sócrates;
¿no es admirable este discurso bajo todos
aspectos y sobre todo por la elección de
las palabras?
Sócrates
Maravilloso discurso, amigo mío; me ha
arrebatado y sorprendido. No has contribuido tú
poco a que me haya causado tan buena impresión.
Te miraba durante la lectura, y veía brillar
en tu semblante la alegría. Y como creo
que en estas materias tu juicio es más
seguro que el mío, me he fiado de tu entusiasmo,
y me he dejado arrastrar por él.
Fedro
¡Vaya!, quieres reírte.
Sócrates
¿Crees que me burlo y que no hablo seriamente?
Fedro
No, en verdad, Sócrates. Pero dime con
franqueza, ¡por Júpiter, que preside
a la amistad!, ¿piensas que haya entre
todos los griegos un orador capaz de tratar el
mismo asunto con más nobleza y extensión?
Sócrates
¿Qué dices?, quieres que me una
a ti para alabar un orador por haber dicho todo
lo que puede decirse, o sólo por haberse
expresado en un lenguaje claro, preciso y sabiamente
aplicado. Si reclamas mi admiración por
el fondo mismo del discurso, sólo por consideración
a ti puedo concedértelo; porque la debilidad
de mi espíritu no me ha dejado apercibir
este mérito, y sólo me he fijado
en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias
mismo pueda estar satisfecho de su obra. Me parece,
mi querido [274] Fedro, a no juzgar tú
de otra manera, que repite dos y tres veces las
cosas, como un hombre poco afluente; pero quizá
se ha fijado poco en esta falta, y ha querido
hacernos ver que era capaz de expresar un mismo
pensamiento de muchas maneras diferentes, y siempre
con la misma fortuna.
Fedro
¿Qué dices?, Sócrates. Lo
más admirable de su discurso consiste en
decir precisamente todo lo que la materia permite;
de manera que sobre lo mismo no es posible hablar,
ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.
Sócrates
En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios
de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que
han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían
de impostura, si tuviera la debilidad de ceder
sobre este punto.
Fedro
¿Y cuáles son esos sabios?, o has
encontrado otra cosa más acabada?
Sócrates
En este momento no podré decírtelo;
sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en
la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en
algún otro prosista encontrará ejemplos.
Y lo que me compromete a hacer esta conjetura
es que desborda mi corazón, y que me siento
capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso
que competiría con el de Lisias. Conozco
bien que no puedo encontrar en mí mismo
todo ese cúmulo de bellezas, porque no
lo permite la medianía de mi ingenio; pero
quizá los pensamientos que salgan de mi
alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan
de orígenes extraños. Pero soy tan
indolente que no sé cómo, ni de
dónde, me vienen.
Fedro
Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que
dices. Te dispenso de que me digas quiénes
son esos [275] sabios, ni de dónde aprendiste
sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de
prometer; pronuncia un discurso tan largo como
el de Lisias, que sostenga la comparación,
sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo,
como los nueve arcontes, a consagrar en el templo
de Delfos mi estatua en oro de talla natural,
y también la tuya{8}.
Sócrates
Tú eres, mi querido Fedro, el que vales
lo que pesas de oro, si tienes la buena fe de
creer que en el discurso de Lisias nada hay que
rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto
sin contradecir en nada lo que él ha dicho.
En verdad esto sería imposible hasta al
más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto
que Lisias ha intentado probar que es preciso
favorecer al amigo frío, más bien
que al amigo apasionado, si me impides alabar
la sabiduría del uno y reprender el delirio
del otro, si no puedo hablar de estos motivos
esenciales, ¿qué es lo que me queda?
Hay necesidad de consentir estos lugares comunes
al orador, y de esta manera puede mediante el
arte de la forma suplir la pobreza de invención.
No es porque, cuando se trata de razones menos
evidentes, y por lo tanto más difíciles
de encontrar, no se una al mérito de la
composición el de la invención.
Fedro
Hablas en razón. Puedes sentar por principio
que el que no ama tiene sobre el que ama la ventaja
de conservar su buen sentido, y esto te lo concedo.
Pero si en otra parte puedes encontrar razones
más numerosas y más fuertes que
los motivos alegados por Lisias, quiero que tu
estatua de oro macizo figure en Olimpia cerca
de la ofrenda de Cipsesides{9}. [276]
Sócrates
Tomas la cosa por lo serio, Fedro, porque ataco
al que amas. Sólo quería provocarte
un poco. ¿Piensas verdaderamente que yo
pretendo competir en elocuencia con escritor tan
hábil?
Fedro
He aquí, mi querido Sócrates, que
has incurrido en los mismos defectos que yo; pero
tú hablarás, quieras o no quieras,
en cuanto alcances. Procura que no se renueve
una escena muy frecuente en las comedias, y me
fuerces a volverte tus burlas repitiendo tus mismas
palabras: «Sócrates, si no conociese
a Sócrates, no me conocería a mí
mismo; ardía en deseos de hablar, pero
se hacia el desdeñoso, como si no le importara.»
Ten entendido, que no saldremos de aquí,
sin que hayas dado expansión a tu corazón,
que según tú mismo se desborda.
Estamos solos, el sitio es retirado, y soy el
más joven y más fuerte de los dos.
En fin, ya me entiendes; no me obligues a hacerte
violencia, y habla por buenas.
Sócrates
Pero, amigo mío, sería muy ridículo
oponer a una obra maestra de tan insigne orador
la improvisación de un ignorante.
Fedro
¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos
desdenes, porque si no recurriré a una
sola palabra que te obligará a hablar.
Sócrates
Te suplico que no recurras.
Fedro
No, no. Escucha. Esta palabra mágica es
un juramento. Juro, pero ¿por qué
Dios?, si quieres, por este [277] plátano,
y me comprometo por juramento a que si en su presencia
no hablas en este acto, jamás te leeré,
ni te recitaré, ningún otro discurso
de quien quiera que sea.
Sócrates
¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo
ha sabido comprometerme a que le obedezca, valiéndose
del flaco que yo tengo, de mi cariño a
los discursos!
Fedro
Y bien, ¿tienes todavía algún
mal pretexto que alegar?
Sócrates
¡Oh Dios!, no; después de tal juramento,
¿cómo podría imponerme una
privación semejante?
Fedro
Habla, pues.
Sócrates
¿Sabes lo que voy a hacer antes?
Fedro
Veámoslo.
Sócrates
Voy a cubrirme la cabeza para concluir lo más
pronto posible, porque el mirar a tu semblante
me llena de turbación y de confusión.
Fedro
Lo que importa es que hables, y en lo demás
haz lo que te acomode.
Sócrates
Venid, musas ligias, nombre que debéis
a la dulzura de vuestros cantos{10}, o a la pasión
de los ligienses{11} por vuestras divinas melodías;
yo os invoco, sostened mi debilidad en este discurso,
que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir
un nuevo título, después de otros
muchos, a la gloria de su querido Lisias. había
un joven, [278] o más bien, un mozalbete
en la flor de su juvenil belleza, que contaba
con gran número de adoradores. Uno de ellos,
más astuto, pero no menos enamorado que
los demás, había conseguido persuadirle
que no le tenía amor. Y un día que
solicitaba sus favores, intentó probarle
que era preciso acceder a su indiferencia, primero
que a la pasión de los demás. He
aquí su discurso:
«En todas las cosas, querido mío,
para tomar una sabia resolución es preciso
comenzar por averiguar sobre qué se va
a tratar, porque de no ser así se incurriría
en mil errores. La mayor parte de los hombres
ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia,
de la que apenas se aperciben, desprecian desde
el principio plantear la cuestión. Así
es que, avanzando en la discusión, les
sucede necesariamente no entenderse, ni con los
demás, ni consigo mismos. Evitemos este
defecto, que echamos en cara a los demás;
y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse
al amante o al que no lo es, comencemos por fijar
la definición del amor, su naturaleza y
sus efectos, y refiriéndonos sin cesar
a estos principios y estrechando a ellos la discusión,
examinemos si es útil o dañoso.
»Que el amor es un deseo, es una verdad
evidente; así como es evidente que el deseo
de las cosas bellas no es siempre el amor. ¿Bajo
qué signo distinguiremos al que ama y al
que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer
que hay dos principios que le gobiernan, que le
dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina
sus movimientos: el uno es el deseo instintivo
del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien.
Tan pronto estos dos principios están en
armonía, tan pronto se combaten, y la victoria
pertenece indistintamente, ya a uno, ya a otro.
Cuando el gusto del bien, que la razón
nos inspira, se apodera del alma entera, se llama
sabiduría; cuando el deseo irreflexivo
que nos arrastra hacia el placer llega a dominar,
recibe el nombre de intemperancia. Pero la [279]
intemperancia muda de nombre, según los
diferentes objetos sobre que se ejercita y de
las formas diversas que viste, y el hombre dominado
por la pasión, según la forma particular
bajo la que se manifiesta en él, recibe
un nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así,
cuando el ansia de manjares supera a la vez al
gusto del bien, inspirado por la razón
y a los demás deseos, se llama glotonería,
y los entregados a esta pasión se les da
el epíteto de glotones. Cuando es el deseo
de la bebida el que ejerce esta tiranía,
ya se sabe el título injurioso que se da
al que a él se abandona. En fin, lo mismo
sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie
ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse
a los que son víctimas de su tiranía.
Ya es fácil adivinar la persona a que voy
a parar después de este preámbulo;
sin embargo, creo que debo explicarme con toda
claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando
en nuestra alma este gusto del bien, se entrega
por entero al placer que promete la belleza, y
cuando se lanza con todo el enjambre de deseos
de la misma clase sólo a la belleza corporal,
su poder se hace irresistible, y sacando su nombre
de esta fuerza omnipotente, se le llama amor.»
Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece,
como a mí, que estoy inspirado por alguna
divinidad?
Fedro
En efecto, Sócrates, las palabras corren
con una afluencia inusitada.
Sócrates
Silencio, y escúchame, porque en verdad
este lugar tiene algo de divino, y si en el curso
de mi exposición las ninfas de estas riberas
me inspirasen algunos rasgos entusiastas, no te
sorprendas. Ya me considero poco distante del
tono del ditirambo.
Fedro
Nada más cierto. [280]
Sócrates
Tú eres la causa. Pero escucha el resto
de mi discurso, porque la inspiración podría
abandonarme. En todo caso, esto corresponde al
Dios que me posee, y nosotros continuemos hablando
de nuestro joven.
«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado
el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza.
Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros
principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes
de las deferencias que se pueden tener, sea para
con un amante, sea para con un amigo libre de
amor. El que está poseído por un
deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente
buscar en el objeto de su amor el mayor placer
posible. Un espíritu enfermo encuentra
su placer en abandonarse por completo a sus caprichos,
mientras que todo lo que le contraría o
le provoca le es insoportable. El hombre enamorado
verá con impaciencia a uno que le sea superior
o igual para con el objeto de su amor, y trabajará
sin tregua en rebajarle y humillarle hasta verle
debajo. El ignorante es inferior al sabio, el
cobarde al valiente, el que no sabe hablar al
orador brillante y fácil, el de espíritu
tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos
y aun otros más vergonzosos regocijarán
al amante, si los encuentra en el objeto de su
amor, y en el caso contrario, procurará
hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho
en la prosecución de sus placeres efímeros.
Pero, sobre todo, será celoso, prohibirá
al que ama todas las relaciones que puedan hacerle
más perfecto, más hombre, lo causará
un gran perjuicio, y en fin, le hará un
mal irreparable, alejándole de lo que podría
ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía;
el amante querrá necesariamente desviar
de este estudio al que ama, por temor de hacerse
para él un objeto de desprecio. Por último,
se esforzará en todo y por todo en mantenerle,
en la ignorancia, para obligarle a no tener más
ojos que los del [281] mismo amante, y le será
tanto más agradable cuanto más daño
se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo
la relación moral, no hay guía más
malo, ni compañero más funesto,
que un hombre enamorado.
»Veamos ahora lo que los cuidados de un
amante, cuya pasión precisa a sacrificar
lo bello y lo honesto a lo agradable, harán
del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar
un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra
y no a la claridad del sol, extraño a los
varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos,
acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo
con perfumes y artificios la belleza que ha perdido,
y en fin, no teniendo nada en su persona y en
sus costumbres que no corresponda a este retrato.
Todo esto es evidente, y es inútil insistir
más en ello. Observaremos solamente, resumiendo,
antes de pasar a otras consideraciones, que en
la guerra y en las demás ocasiones peligrosas,
este joven afeminado sólo podrá
inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus
amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos
estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos examinar, en qué
el trato y la influencia de un amante pueden ser
útiles o dañosos, no al alma y al
cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es
claro para todo el mundo, sobre todo para el mismo
amante, que nada hay que desee tanto como ver
a la persona que ama privada de lo más
precioso, más estimado y más sagrado
que tiene. Le vería con gusto perder su
padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que
mira como censores y como obstáculos a
su dulce comercio. Si la persona amada posee grandes
bienes en dinero o en tierras, sabe que le será
más difícil seducirle y que le encontrará
menos dócil después de seducido.
La fortuna del que ama le incomoda, y se regocijará
con su ruina. En fin, deseará verle todo
el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar
doméstico, para alargar el [282] momento
en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un Dios ha mezclado a la mayor parte de
los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo.
Así la adulación, esta bestia cruel,
este funesto azote, nos hace gustar algunas veces
un placer delicado. El comercio con una cortesana,
tan expuesto a peligros, y todas las demás
relaciones y hábitos semejantes no carecen
de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que
el amante dañe al objeto amado, sino que
la asidua comunicación en todos los momentos
debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio
dice, que los que son de una misma edad se atraen
naturalmente. En efecto, cuando las edades son
las mismas, la conformidad de gustos y de humor,
que de ello resulta, predispone la amistad, y,
sin embargo, semejantes relaciones tienen también
sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la
necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre
todo en la sociedad de un amante, cuya edad se
aleja de la de la persona amada. Si es un viejo
que se enamora de uno más joven, no le
dejará día y noche; una pasión
irresistible, una especie de furor, le arrastrará
hacia aquel, cuya presencia le encanta sin cesar
por el oído, por la vista, por el tacto,
por todos los sentidos, y encuentra un gran placer
en servirse de él sin tregua, ni descanso;
y en compensación del fastidio mortal que
causa a la persona amada por su importunidad,
¿qué goces, qué placeres,
esperan a este desgraciado? El joven tiene a la
vista un cuerpo gastado y marchitado por los años,
afligido de los achaques de la edad, de que no
puede librarse; y con más razón
no podrá sufrir el roce, a que sin cesar
se verá amenazado, sin una extrema repugnancia.
Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos,
en todas sus conversaciones, oye de boca de su
amante, tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas,
como reprensiones insoportables, que le dirige,
cuando está en su buen sentido; porque
cuando la embriaguez de la [283] pasión
llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento
le llena de ultrajes, que le cubren de vergüenza.
»El amante, mientras su pasión dura,
será un objeto tan repugnante como funesto;
cuando la pasión se extinga, se mostrará
sin fe, y venderá a aquel que sedujo con
sus promesas magnificas, con sus juramentos y
con sus súplicas, y a quien sólo
la esperanza de los bienes prometidos pudo con
gran dificultad decidir a soportar relación
tan funesta. Cuando llega el momento de verse
libre de esta pasión, obedece a otro dueño,
sigue otro guía, es la razón y la
sabiduría las que reinan en él,
y no el amor y la locura; se ha hecho otro hombre
sin conocimiento de aquel de quien estaba enamorado.
El joven exige el precio de los favores de otro
tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que
ha dicho, como si hablase al mismo hombre. Este,
lleno de confusión, no quiere confesar
el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo
sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó
bajo el imperio de su loca pasión. Sin
embargo, ha entrado en sí mismo y es ya
bastante capaz para no dejarse llevar de iguales
extravíos, y para no volver de nuevo al
antiguo camino de perdición. Se ve precisado
a evitar a aquel que amaba en otro tiempo, y vuelta
la concha{12}, en vez de perseguir, es él
el que huye. Al joven no le queda otro partido
que sufrir bajo el peso de sus remordimientos
por haber ignorado desde el principio que valía
más conceder sus favores a un amigo frío
y dueño de sí mismo, que a un hombre,
cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.
»Obrando de otra manera, es lo mismo que
abandonarse a un dueño pérfido,
incómodo, celoso, repugnante, perjudicial
a su fortuna, dañoso a su salud, y sobre
todo, [284] funesto al perfeccionamiento de su
alma, que es y será en todos tiempos la
cosa más preciosa a juicio de los hombres
y de los dioses. He aquí, joven querido,
las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando
jamás que la ternura de un amante no es
una afección benévola, sino un apetito
grosero que quiere saciarse:
Como el lobo ama al cordero,
El amante ama al amado.»
He aquí todo lo que tenia que decirte,
mi querido Fedro; no me oirás más,
porque mi discurso está terminado.
Fedro
Creía que lo que has dicho era sólo
la primera parte, y que hablarías en seguida
del hombre no enamorado, para probar que se le
debe favorecer con preferencia, y para presentar
las ventajas que ofrece su amistad.
Sócrates
¿No has notado, mi querido amigo, que,
sin remontarme al tono del ditirambo, ya mi lenguaje
ha sido poético, cuando sólo se
trata de criticar? ¿Qué será
si yo emprendo el hacer el panegírico del
amigo sabio? ¿Quieres, después de
haberme expuesto a la influencia de las ninfas,
acabar de extraviar mi razón? Digo, pues,
resumiendo, que en el trato del hombre sin amor
se encuentran tantas ventajas, como inconvenientes
en el del hombre apasionado. Habrá necesidad
de largos discursos? Bastante me he explicado
sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven
hará de mis consejos lo que quiera, y yo
repasaré el Illiso, como quien dice, huyendo,
antes que venga a tu magín hacer conmigo
mayores violencias.
Fedro
No, Sócrates, aguarda a que el calor pase.
¿No ves que apenas es medio día,
y que es la hora en que el sol parece detenerse
en lo más alto del cielo? Permanezcamos
aquí [285] algunos instantes conversando
sobre lo que venimos hablando, y cuando el tiempo
refresque, nos marcharemos.
Sócrates
Tienes, querido amigo, una maravillosa pasión
por los discursos, y en este punto no hallo palabras
para alabarte; creo que de todos los hombres de
tu generación, no hay uno que haya producido
más discursos que tú, sea que los
hayas pronunciado tú mismo, sea que hayas
obligado a otros a componerlos, quisieran o no
quisieran.
Sin embargo, exceptúo a Simmias el Tebano;
pero no hay otro que pueda compararse contigo.
Y ahora mismo me temo, que me vas a arrancar un
nuevo discurso.
Fedro
No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes;
veamos de qué se trata.
Sócrates
Según me estaba preparando para pasar el
río, sentí esa señal divina,
que ordinariamente me da sus avisos, y me detiene
en el momento de adoptar una resolución{13},
y he creído escuchar de este lado una voz
que me prohibía partir antes de haber ofrecido
a los dioses una expiación, como si hubiera
cometido alguna impiedad. Es cierto que yo soy
adivino, y en verdad no de los más hábiles,
sino que a la manera de los que sólo ellos
leen lo que escriben, yo sé lo bastante
para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que
he cometido. Hay en el alma humana, mi querido
amigo, un poder adivinatorio. En el acto de hablarte,
sentía por algunos instantes una gran turbación
y un vago terror, y me parecía, como dice
el poeta Ibico, que [286] los dioses iban a convertir
en crimen un hecho que me hacia honor a los ojos
de los hombres. Sí, ahora sé cuál
es mi falta.
Fedro
¿Qué quieres decir?
Sócrates
Tú eres doblemente culpable, mi querido
Fedro, por el discurso que leíste, y por
el que me has obligado a pronunciar.
Fedro
¿Cómo así?
Sócrates
El uno y el otro no son más que un cúmulo
de absurdos e impiedades. ¿Puede darse
un atentado más grave?
Fedro
No, sin duda, si dices verdad.
Sócrates
¿Pero qué?, no crees que el Amor
es hijo de Venus, y que es un Dios?
Fedro
Así se dice.
Sócrates
Pues bien, Lisias no ha hablado de él,
ni tú mismo, en este discurso que has pronunciado
por mi boca, mientras estaba yo encantado con
tus sortilegios. Sin embargo, si el amor es un
Dios o alguna cosa divina, como así es,
no puede ser malo, pero nuestros discursos le
han representado como tal, y por lo tanto son
culpables de impiedad para con el Amor. Además,
yo los encuentro impertinentes y burlones, porque
por más que no se encuentre en ellos razón,
ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con
lo que podrán seducir a espíritus
frívolos y sorprender su admiración.
Ya ves que debo someterme a una expiación,
y para los que se engañan en teología
hay una antigua expiación que Homero no
ha imaginado, pero que Stesícore [287]
ha practicado. Porque privado de la vista por
haber maldecido a Helena, no ignoró, como
Homero, el sacrilegio que había cometido;
pero, como hombre verdaderamente inspirado por
las musas, comprendió la causa de su desgracia,
y publicó estos versos: No, esta historia
no es verdadera; no, jamás entrarás
en las soberbias naves de Troya, jamás
entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema,
conocido con el nombre de Palinodia, recobró
la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo,
yo seré más cauto que los dos poetas,
porque antes que el Amor haya castigado mis ofensivos
discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero
esta vez hablaré con cara descubierta,
y la vergüenza no me obligará a tapar
mi cabeza como antes.
Fedro
No puedes, mi querido Sócrates, anunciarme
una cosa que más me satisfaga.
Sócrates
Debes conocer, como yo, toda la impudencia del
discurso que he pronunciado, y del que tú
has leído; si los hubiera oído alguno,
tenido por persona decente y bien nacida, que
estuviese cautivo de amor o que hubiese sido amado
en su juventud, al oírnos sostener que
los amantes conciben odios violentos por motivos
frívolos, que atormentan a los que aman
con sus sospechosos celos, y no hacen más
que perjudicarles, ¿no crees que nos hubieran
calificado de gentes criadas entre marineros que
jamás oyeron hablar del amor a personas
cultas? ¡Tan distante estaría de
reconocer la verdad de los cargos que hemos formulado
contra el amor!
Fedro
¡Por Júpiter! Sócrates, bien
podría suceder.
Sócrates
Así, pues, por respeto a este hombre, y
por temor a la venganza del Amor, quiero que un
discurso más suave [288] venga a templar
la amargura del primero. Y aconsejo a Lisias que
componga lo más pronto posible un segundo
discurso, para probar que es preciso preferir
el amante apasionado al amigo sin amor.
Fedro
Persuádete de que así sucederá;
si tú pronuncias el elogio del amante apasionado,
habrá necesidad de que Lisias se deje vencer
por mí, para que escriba sobre el mismo
objeto.
Sócrates
Cuento con que le obligarás, a no ser que
dejes de ser Fedro
Fedro
Habla, pues, con confianza.
Sócrates
Pero ¿dónde está el joven
a quien yo me dirigía? Es preciso que oiga
también este nuevo discurso, y que, escuchándome,
aprenda a no apurarse a conceder sus favores al
hombre sin amor.
Fedro
Este joven está cerca de ti, y estará
siempre a tu lado por el tiempo que quieras.
Sócrates
Figúrate, mi querido joven, que el primer
discurso era de Fedro, hijo de Pitocles, del barrio
de Mirrinos, y que el que voy a pronunciar es
de Stesícore de Himero, hijo de Eufemos.
He aquí, cómo es preciso hablar.
No, no hay nada de verdadero en el primer discurso;
no, no hay que desdeñar a un amante apasionado
y abandonarse al hombre sin amor, por la sola
razón de estar el uno delirante y el otro
en su sano juicio. Esto sería muy bueno,
si fuese evidente que el delirio es un mal; pero
es todo lo contrario; al delirio inspirado por
los dioses es al que somos deudores de los más
grandes bienes. Al delirio se debe que la profetisa
de Delfos y las sacerdotisas de [289] Dodona hayan
hecho numerosos y señalados servicios a
las repúblicas de la Grecia y a los particulares.
Cuando han estado a sangre fría, poco o
nada se les debe. No quiero hablar de la Sibila,
ni de todos aquellos, que habiendo recibido de
los dioses el don de profecía, han inspirado
a los hombres sabios pensamientos, anunciándoles
el porvenir, porque sería extenderme inútilmente
sobre una cosa que nadie ignora. Por otra parte,
puedo invocar el testimonio de los antiguos, que
han creado el lenguaje; no han mirado el delirio
(man??, manía) como indigno y deshonroso;
porque no hubieran aplicado este nombre a la más
noble de todas las artes, la que nos da a conocer
el porvenir, y no la hubiera llamado manic?, (maniké)
y si le dieron este nombre fue porque pensaron
que el delirio es un don magnífico cuando
nos viene de los dioses. La actual generación,
introduciendo indebidamente una t en esta palabra,
han creado la de mantic?, (mantiké). Por
el contrario, la indagación del porvenir
hecha por hombres sin inspiración, que
observaban el vuelo de los pájaros y otros
sinos, se la llamó o??????????, (oionoistiké)
porque estos adivinos buscaban, con el auxilio
del razonamiento, dar al pensamiento humano la
inteligencia y el conocimiento; y los modernos,
mudando la antigua ? en su enfática w han
llamado este arte o??????????, (oionoistiké).
Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene
de perfección y de dignidad sobre el arte
augural, tanto respecto del nombre como respecto
de la cosa, otro tanto el delirio, que viene de
los dioses, es más noble que la sabiduría
que viene de los hombres; y los antiguos nos lo
atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de
epidemias y de otros terribles azotes en castigo
de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose
de algunos mortales y llenándoles de espíritu
profético, los obligaban a buscar un remedio
a estos males, y un refugio contra la cólera
divina [290] con súplicas y ceremonias
expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones
y los ritos misteriosos que preservaron de los
males presentes y futuros al hombre verdaderamente
inspirado y animado de espíritu profético,
descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión,
que es la inspirada por las musas; cuando se apodera
de un alma inocente y virgen aún, la trasporta
y le inspira odas y otros poemas que sirven para
la enseñanza de las generaciones nuevas,
celebrando las proezas de los antiguos héroes.
Pero todo el que intente aproximarse al santuario
de la poesía, sin estar agitado por este
delirio que viene de las musas, o que crea que
el arte sólo basta para hacerle poeta,
estará muy distante de la perfección;
y la poesía de los sabios se verá
siempre eclipsada por los cantos que respiran
un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura
a los mortales el delirio inspirado por los dioses,
y podría citar otras muchas. Por lo que
guardémonos de temerle, y no nos dejemos
alucinar por ese tímido discurso, que pretende
que se prefiera un amigo frío al amante
agitado por la pasión. Para que nos diéramos
por vencidos por sus razones, sería preciso
que nos demostrara, que los dioses que inspiran
el amor no quieren el mayor bien, ni para el amante,
ni para el amado. Nosotros probaremos, por el
contrario, que los dioses nos envían esta
especie de delirio para nuestra mayor felicidad.
¡Nuestras pruebas excitarán el desdén
de los falsos sabios, pero habrán de convencer
a los sabios verdaderos!
Por lo pronto es preciso determinar exactamente
la naturaleza del alma divina y humana por medio
de la observación de sus facultades y propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma es inmortal,
porque todo lo que se mueve en movimiento continuo
es inmortal. El ser que comunica el movimiento
o el que le [291] recibe, en el momento en que
cesa de ser movido, cesa de vivir; sólo
el ser que se mueve por sí mismo, no pudiendo
dejar de ser el mismo, no cesa jamás de
moverse; y aún más, es, para los
otros seres que participan del movimiento, origen
y principio del movimiento mismo. Un principio
no puede ser producido; porque todo lo que comienza
a existir debe necesariamente ser producido por
un principio, y el principio mismo no ser producido
por nada, porque, si lo fuera, dejaría
de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a
existir, no puede tampoco ser destruido. Porque
si un principio pudiese ser destruido, no podría
él mismo renacer de la nada, ni nada tampoco
podría renacer de él, si como hemos
dicho, todo es producido necesariamente por un
principio. Así, el ser que se mueve por
sí mismo, es el principio del movimiento,
y no puede ni nacer, ni perecer, porque de otra
manera el cielo entero y todos los seres, que
han recibido la existencia, se postrarían
en una profunda inmovilidad, y no existiría
un principio que les volviera el movimiento, una
vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo
que se mueve por si mismo es inmortal, y nadie
temerá afirmar, que el poder de moverse
por sí mismo es la esencia del alma. En
efecto, todo cuerpo, que es movido por un impulso
extraño, es inanimado; todo cuerpo que
recibe el movimiento de un principio interior,
es animado; tal es la naturaleza del alma. Si
es cierto que lo que se mueve por sí mismo
no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente,
que el alma no tiene, ni principio, ni fin. Pero
basta ya sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora del alma en sí
misma. Para decir lo que ella es, sería
preciso una ciencia divina y desenvolvimientos
sin fin. Para hacer comprender su naturaleza por
una comparación, basta una ciencia humana
y algunas palabras. Digamos, pues, que el alma
se parece a las fuerzas combinadas de un tronco
de caballos y un [292] cochero; los corceles y
los cocheros de las almas divinas son excelentes
y de buena raza, pero, en los demás seres,
su naturaleza está mezclada de bien y de
mal. Por esta razón, en la especie humana,
el cochero dirige dos corceles, el uno excelente
y de buena raza, y el otro muy diferente del primero
y de un origen también muy diferente; y
un tronco semejante no puede dejar de ser penoso
y difícil de guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados,
unos son llamados mortales y otros inmortales?
Esto es lo que conviene esclarecer. El alma universal
rige la materia inanimada, y hace su evolución
en el universo, manifestándose bajo mil
formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea
en lo más alto de los cielos, y gobierna
el orden universal. Pero cuando ha perdido sus
alas, rueda en los espacios infinitos, hasta que
se adhiere a alguna cosa sólida, y fija,
allí su estancia; y cuando ha revestido
un cuerpo terrestre, que desde aquel acto, movido
por la fuerza, que le comunica, parece moverse
por sí mismo, esta reunión de alma
y cuerpo se llama un ser vivo, con el aditamento
de ser mortal. En cuanto al nombre de inmortal,
el razonamiento no puede definirlo, pero nosotros
nos lo imaginamos; y sin haber visto jamás
la sustancia a la que este nombre conviene, y
sin comprenderla suficientemente, conjeturamos
que un ser inmortal es el formado por la reunión
de un alma y de un cuerpo unidos de toda eternidad.
Pero sea lo que Dios quiera, y dígase lo
que se quiera, para nosotros basta que expliquemos,
cómo las almas pierden sus alas. He aquí
quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que
es pesado hacia las regiones superiores, donde
habita la raza de los dioses, siendo ellas participantes
de lo que es divino más que todas las cosas
corporales. Es divino todo lo que es bello, bueno,
verdadero, y todo lo que posee cualidades análogas,
y también lo es lo que nutre y fortifica
las alas [293] del alma; y todas las cualidades
contrarias como la fealdad, el mal, las ajan y
echan a perder. El Señor omnipotente, que
está en los cielos, Júpiter, se
adelanta el primero, conduciendo su carro alado,
ordenando y vigilándolo todo. El ejército
de los dioses y de los demonios le sigue, dividido
en once tribus; porque de las doce divinidades
supremas sólo Vesta queda en el palacio
celeste; las once restantes, en el orden que les
está prescrito, conducen cada una la tribu
que preside. ¡Qué encantador espectáculo
nos ofrece la inmensidad del cielo, cuando los
inmortales bienaventurados realizan sus revoluciones
llenando cada uno las funciones que les están
encomendadas! Detrás de ellos marchan los
que quieren y pueden servirles, porque en la corte
celestial está desterrada la envidia. Cuando
van al festín y banquete que les espera,
avanzan por un camino escarpado hasta la cima
más elevada de la bóveda de los
cielos. Los carros de los dioses, mantenidos siempre
en equilibrio por sus corceles dóciles
al freno, suben sin esfuerzo; los otros caminan
con dificultad, porque el corcel malo pesa sobre
el carro inclinado y le arrastra hacia la tierra,
si no ha sido sujetado por su cochero. entonces
es cuando el alma sufre una prueba y sostiene
una terrible lucha. Las almas de los que se llaman
inmortales, cuando han subido a lo más
alto del cielo, se elevan por cima de la bóveda
celeste y se fijan sobre su convexidad; entonces
se ven arrastradas por un movimiento circular,
y contemplan durante esta evolución lo
que se halla fuera de esta bóveda, que
abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado
nunca la región que se extiende por cima
del cielo; ninguno la celebrará jamás
dignamente. He aquí, sin embargo, lo que
es, porque no hay temor de publicar la verdad,
sobre todo, cuando se trata de la verdad. La esencia
sin color, sin forma, impalpable, no puede contemplarse
sino por la [294] guía del alma, la inteligencia;
en torno de la esencia está la estancia
de la ciencia perfecta que abraza la verdad toda
entera. El pensamiento de los dioses, que se alimenta
de inteligencia y de ciencia sin mezcla, como
el de toda alma ávida del alimento que
la conviene, gusta ver la esencia divina de que
hacía tiempo estaba separado, y se entrega
con placer a la contemplación de la verdad,
hasta el instante en que el movimiento circular
la lleve al punto de su partida. Durante esta
revolución, contempla la justicia en sí,
la sabiduría en sí, no esta ciencia
que está sujeta a cambio y que se muestra
diferente según los distintos objetos,
que nosotros, mortales, queremos llamar seres,
sino la ciencia, que tiene por objeto el ser de
los seres. Y cuando ha contemplado las esencias
y está completamente saciado, se sume de
nuevo en el cielo y entra en su estancia. apenas
ha llegado, el cochero conduce los corceles al
establo, en donde les da ambrosía para
comer y néctar para beber. Tal es la vida
de los dioses.
Entre las otras almas, la que sigue a las almas
divinas con paso más igual y que más
las imita, levanta la cabeza de su cochero hasta
las regiones superiores, y se ve arrastrada por
el movimiento circular; pero, molestada por sus
corceles, apenas puede entrever las esencias.
Hay otras, que tan pronto suben, como bajan, y
que arrastradas acá y allá por sus
corceles, aperciben ciertas esencias y no pueden
contemplarlas todas. En fin, otras almas siguen
de lejos, aspirando como las primeras a elevarse
hacia las regiones superiores, pero sus esfuerzos
son impotentes, están como sumergidas y
errantes en los espacios inferiores, y, luchando
con ahínco por ganar terreno, se ven entorpecidas
y completamente abatidas; entonces ya no hay más
que confusión, combate y lucha desesperada:
y por la poca maña de sus cocheros, muchas
de estas almas se ven lisiadas, y otras ven caer
una a [295] una las plumas de sus alas; todas,
después de esfuerzos inútiles e
impotentes para elevarse hasta la contemplación
del ser absoluto, desfallecen, y en su caída
no les queda más alimento que las conjeturas
de la opinión. Este tenaz empeño
de las almas por elevarse a un punto desde donde
puedan descubrir la llanura de la verdad, nace
de que sólo en esta llanura pueden encontrar
un alimento capaz de nutrir la parte más
noble de sí mismas, y de desenvolver las
alas que llevan al alma lejos de las regiones
inferiores. Es una ley de Adrasto, que toda alma
que ha podido seguir al alma divina y contemplar
con ella alguna de las esencias, esté exenta
de todos los males hasta un nuevo viaje, y si
su vuelo no se debilita, ignorará eternamente
sus sufrimientos. Pero cuando no puede seguir
a los dioses, cuando por un extravío funesto,
llena del impuro alimento del vicio y del olvido,
se entorpece y pierde sus alas, entonces cae en
esta tierra; una ley quiere que en esta primera
generación y aparición sobre la
tierra no anime el cuerpo de ningún animal.
El alma que ha visto, lo mejor posible, las esencias
y la verdad, deberá constituir un hombre,
que se consagrará a la sabiduría,
a la belleza, a las musas y al amor; la que ocupa
el segundo lugar será un rey justo o guerrero
o poderoso; la de tercer lugar, un político,
un financiero, un negociante; la del cuarto, un
atleta infatigable o un médico; la del
quinto, un adivino o un iniciado; la del sexto,
un poeta o un artista; la del sétimo, un
obrero o un labrador; la del octavo, un sofista
o un demagogo; la del noveno, un tirano. En todos
estos estados, a todo el que ha practicado la
justicia, le espera después de su muerte
un destino más alto; el que la ha violado
cae en una condición inferior. El alma
no puede volver a la estancia de donde ha partido,
sino después de un destierro de diez mil
años: porque no recobra sus [296] alas
antes, a menos que haya cultivado la filosofía
con un corazón sincero o amado a los jóvenes
con un amor filosófico. A la tercer revolución
de mil años, si ha escogido tres veces
seguidas este género de vida, recobra sus
alas y vuela hacia los dioses en el momento en
que la última, a los tres mil años,
se ha realizado. Pero las otras almas, después
de haber vivido su primer existencia, son objeto
de un juicio: y una vez juzgadas, las unas descienden
a las entrañas de la tierra para sufrir
allí su castigo; otras, que han obtenido
una sentencia favorable, se ven conducidas a un
paraje del cielo, donde reciben las recompensas
debidas a las virtudes que hayan practicado durante
su vida terrestre. después de mil años,
las unas y las otras son llamadas para un nuevo
arreglo de las condiciones que hayan de sufrir,
y cada una puede escoger el género de vida
que mejor le parezca. De esta manera el alma de
un hombre puede animar una bestia salvaje, y el
alma de una bestia animar un hombre, con tal que
éste haya sido hombre en una existencia
anterior. Porque el alma que no ha vislumbrado
la verdad, no puede revestir la forma humana.
En efecto, el hombre debe comprender lo general;
es decir, elevarse de la multiplicidad de las
sensaciones a la unidad racional. Esta facultad
no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra
alma ha visto, cuando seguía al alma divina
en sus evoluciones, cuando, echando una mirada
desdeñosa sobre lo que nosotros llamamos
seres, se elevaba a la contemplación del
verdadero ser. Por esta razón es justo
que el pensamiento del filósofo tenga solo
alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es
posible por el recuerdo a las esencias, a que
Dios mismo debe su divinidad. El hombre que sabe
servirse de estas reminiscencias, está
iniciado constantemente en los misterios de la
infinita perfección, y sólo se hace
él mismo verdaderamente perfecto. Desprendido
de los cuidados que agitan a los [297] hombres,
y curándose sólo de las cosas divinas,
el vulgo pretende sanarle de su locura y no ve
que es un hombre inspirado.
A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta
especie de delirio. Cuando un hombre apercibe
las bellezas de este mundo y recuerda la belleza
verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero
sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro,
sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones
de este mundo, y se ve tratado como insensato.
De todos los géneros de entusiasmo este
es el más magnífico en sus causas
y en sus efectos para el que lo ha recibido en
su corazón, y para aquel a quien ha sido
comunicado; y el hombre que tiene este deseo y
que se apasiona por la belleza, toma el nombre
de amante. En efecto, como ya hemos dicho, toda
alma humana ha debido necesariamente contemplar
las esencias, pues de no ser así, no hubiera
podido entrar en el cuerpo de un hombre. Pero
los recuerdos de esta contemplación no
se despiertan en todas las almas con la misma
facilidad; una no ha hecho más que entrever
las esencias; otra, después de su descenso
a la tierra, ha tenido la desgracia de verse arrastrada
hacia la injusticia por asociaciones funestas,
y olvidar los misterios sagrados que en otro tiempo
había contemplado. Un pequeño número
de almas son las únicas que conservan con
alguna claridad este recuerdo. Estas almas, cuando
aperciben alguna imagen de las cosas del cielo,
se llenan de turbación y no pueden contenerse,
pero no saben lo que experimentan, porque sus
percepciones no son bastante claras. Y es que
la justicia, la sabiduría y todos los bienes
del alma, han perdido su brillantez en las imágenes
que vemos en este mundo. Entorpecidos nosotros
mismos con órganos groseros, apenas pueden
algunos, aproximándose a estas imágenes,
reconocer ni aun el modelo que ellas representan.
Nos estuvo reservado contemplar la belleza del
todo radiante, cuando, [298] mezclados con el
coro de los bienaventurados, marchábamos
con las demás almas en la comitiva de Júpiter
y de los demás dioses, gozando allí
del más seductor espectáculo; e
iniciados en los misterios, que podemos llamar
divinos, los celebrábamos exentos de la
imperfección y de los males, que en el
porvenir nos esperaban, y éramos admitidos
a contemplar estas esencias perfectas, simples,
llenas de calma y de beatitud, y las visiones
que irradiaban en el seno de la más pura
luz; y, puros nosotros, nos veíamos libres
de esta tumba que llamamos nuestro cuerpo, y que
arrastramos con nosotros, como la ostra sufre
la prisión que la envuelve.
Deben disimularse estos rodeos, debidos al recuerdo
de una felicidad que no existe y que echamos de
menos. En cuanto a la belleza, ella brilla, como
ya he dicho, entre todas las demás esencias,
y en nuestra estancia terrestre, donde lo eclipsa
todo con su brillantez, la reconocemos por el
más luminoso de nuestros sentidos. La vista
es, en efecto, el más sutil de todos los
órganos del cuerpo. No puede, sin embargo,
percibir la sabiduría, porque sería
increíble nuestro amor por ella, si su
imagen y las imágenes de las otras esencias,
dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra
vista, tan distintas y tan vivas como son. Pero
al presente sólo la belleza tiene el privilegio
de ser a la vez un objeto tan sorprendente como
amable. El alma que no tiene un recuerdo reciente
de los misterios divinos, o que se ha abandonado
a las corrupciones de la tierra, tiene dificultad
en elevarse de las cosas de este mundo hasta la
perfecta belleza por la contemplación de
los objetos terrestres, que llevan su nombre;
antes bien, en vez de sentirse movida por el respeto
hacia ella, se deja dominar por el atractivo del
placer, y, como una bestia salvaje, violando el
orden eterno, se abandona a un deseo brutal, y
en su comercio grosero no teme, no se avergüenza
de consumar un placer contra naturaleza. Pero
el [299] hombre, que ha sido perfectamente iniciado,
que contempló en otro tiempo el mayor número
de esencias, cuando ve un semblante que remeda
la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda
por sus formas la esencia de la belleza, siente
por lo pronto como un temblor, y experimenta los
terrores religiosos de otro tiempo; y fijando
después sus miradas en el objeto amable,
le respeta como a un Dios, y si no temiese ver
tratado su entusiasmo de locura, inmolaría
víctimas al objeto de su pasión,
como a un ídolo, como a un Dios. A su vista,
semejante a un hombre atacado de la fiebre, muda
de semblante, el sudor inunda su frente, y un
fuego desacostumbrado se infiltra en sus venas{14};
en el momento en que ha recibido por los ojos
la emanación de la belleza siente este
dulce calor que nutre las alas del alma; esta
llama hace derretir la cubierta, cuya dureza las
impedía hacía tiempo desenvolverse.
La afluencia de este alimento hace que el miembro,
raíz de las alas, cobre vigor, y las alas
se esfuerzan por derramarse por toda el alma,
porque primitivamente el alma era toda alada.
En este estado, el alma entra en efervescencia
e irritación; y esta alma, cuyas alas empiezan
a desarrollarse, es como el niño, cuyas
encías están irritadas y embotadas
por los primeros dientes. Las alas, desenvolviéndose,
le hacen experimentar un calor, una dentera, una
irritación del mismo género. En
presencia de un objeto bello recibe las partes
de belleza que del mismo se desprenden y emanan,
y que han hecho dar al deseo el nombre de imeros,
experimenta un calor suave, se reconoce satisfecho
y nada en la alegría. Pero cuando está
separada del objeto amado, el fastidio la consume,
los poros del alma por donde salen las alas se
desecan, se cierran, de suerte que no tienen ya
salida. Presa del deseo y encerradas en su prisión.
las alas se agitan, [300] como la sangre se agita
en las venas; hacen empuje en todas direcciones,
y el alma, aguijoneada por todas partes se pone
furiosa y fuera de sí de tanto sufrir,
mientras el recuerdo de la belleza la inunda de
alegría. Estos dos sentimientos la dividen
y la turban, y en la confusión a que la
arrojan tan extrañas emociones, se angustia,
y en su frenesí no puede, ni descansar
de noche, ni gozar durante el día de alguna
tranquilidad; y antes bien, llevada por la pasión,
se lanza a todas partes donde cree encontrar su
querida belleza. Ha vuelto a verla; ha recibido
de nuevo sus emanaciones; en el momento se vuelven
a abrir los poros que estaban obstruidos, respira
y no siente ya el aguijón del dolor, y
gusta durante estos cortos instantes el placer
más encantador. Así es, que el amante
no quiere separarse de la persona que ama, porque
nada le es más precioso que este objeto
tan bello; madre, hermano, amigos, todo lo olvida;
pierde su fortuna abandonada sin experimentar
la menor sensación; deberes, atenciones
que antes tenía complacencia en respetar,
nada le importan; consiente ser esclavo y adormecerse,
con tal que se vea cerca del objeto de sus deseos;
y si adora al que posee la belleza, es porque
sólo en él encuentra alivio a los
tormentos que sufre.
A esta afección, precioso joven, los hombres
la llaman amor; los dioses la dan un nombre tan
singular, que quizá te haga sonreír.
Algunos homerianos nos citan, según creo,
dos versos de su poeta, que han conservado, uno
de los cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente
poco conveniente. «Los mortales le llaman
Eros, el dios alado; los inmortales le llaman
el Pteros, el que da alas.» Se puede admitir
o desechar la autoridad de estos dos versos; siempre
es cierto que la causa y la naturaleza de la afección
de los amantes son tales como yo las he descrito.
Si el hombre enamorado ha sido uno de los que
antes siguieron a Júpiter, tiene más
fuerza para resistir al Dios [301] alado que ha
venido a caer sobre él; los que han sido
servidores de Marte y le han seguido en su revolución
alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por
el amor, y se creen ultrajados por el objeto de
su pasión, se ven arrastrados por un furor
sangriento, que los lleva a inmolarse con su ídolo.
Así es que cada cual honra al Dios cuya
comitiva seguía, y le imita en su vida
tanto cuanto está en su poder, por lo menos,
durante la primer generación y mientras
no está corrompido; y esta imitación
la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y
en todas las demás relaciones. Cada hombre
escoge un amor según su carácter,
le hace su Dios, le levanta una estatua en su
corazón, y se complace en engalanarla,
como para rendirla adoración y celebrar
sus misterios. Los servidores de Júpiter
buscan un alma de Júpiter en aquel que
adoran, examinan si gustan de la sabiduría
y del mando, y cuando le han encontrado tal como
le desean y le han consagrado su amor, hacen los
mayores esfuerzos por desenvolver en él
tan nobles inclinaciones. Si no se han entregado
desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden
a esto, se dedican, sin embargo, y trabajan en
perfeccionarse mediante las enseñanzas
de los demás y los esfuerzos propios. Intentan
descubrir en sí mismos el carácter
de su Dios, y lo consiguen, porque se ven forzados
a volver sin cesar sus miradas del lado de este
Dios; y cuando lo han conseguido por la reminiscencia,
el entusiasmo los trasporta, y toman de él
sus costumbres y sus hábitos, tanto, por
lo menos, cuanto es posible al hombre participar
de la naturaleza divina. Como atribuyen este cambio
dichoso a la influencia del objeto amado, le aman
más; y si Júpiter es el origen divino
de donde toman su inspiración, semejantes
a las bacantes, la derraman sobre el objeto de
su amor, y en cuanto pueden le hacen semejante
a su Dios. Los que han viajado en la comitiva
de Juno buscan un alma regia, y desde que la han
encontrado, obran para [302] con ella de la misma
manera. En fin, todos aquellos que han seguido
a Apolo o a los otros dioses, arreglando su conducta
sobre la base de la divinidad que han elegido,
buscan un joven del mismo natural; y cuando le
poseen, imitando su divino modelo, se esfuerzan
en persuadir a la persona amada a que haga otro
tanto, y de esta manera le amoldan a las costumbres
de su Dios, y le comprometen a reproducir este
tipo de perfección en cuanto les es posible.
lejos de concebir sentimientos de envidia y de
baja malevolencia contra él, todos sus
deseos, todos sus esfuerzos, tienden sólo
a hacerle semejante a ellos mismos y al Dios a
que rinden culto. Tal es el celo de que se ven
animados los verdaderos amantes, y si consiguen
buena acogida para su amor, su victoria es una
iniciación; y la persona amada, que se
deja subyugar por un amante que ama con delirio,
se abandona a una pasión noble, que es
para él un origen de felicidad. Su derrota
tiene lugar de esta manera.
Hemos distinguido en cada alma tres partes diferentes
por medio de la alegoría de los corceles
y del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura.
Uno de los dos corceles, decíamos, es de
buena raza, el otro es vicioso. Pero ¿de
dónde nace la excelencia del uno y el vicio
del otro? Esto es lo que no hemos dicho, y lo
que vamos a explicar ahora. El primero tiene soberbia
planta, formas regulares y bien desenvueltas,
cabeza erguida y carnerada; es blanco con ojos
negros; ama la gloria con sabio comedimiento;
tiene pasión por el verdadero honor; obedece,
sin que se le castigue, a las exhortaciones y
a la voz del cochero. El segundo tiene los miembros
contrahechos, toscos, desaplomados, la cabeza
gruesa y aplastada, el cuello corto: es negro,
y sus ojos verdes y ensangrentados; no respira
sino furor y vanidad; sus oídos velludos
están sordos a los gritos del cochero,
y con dificultad obedece a la espuela y al látigo.
[303]
A la vista del objeto amado, cuando el cochero
siente que el fuego del amor penetra su alma toda
y que el aguijón del deseo irrita su corazón,
el corcel dócil, dominado ahora y siempre
por las leyes del pudor, se contiene, para no
insultar al objeto amado; pero el otro corcel
no atiende al látigo ni al aguijón,
da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez
a su guía y a su compañero, se precipita
violentamente sobre el objeto amado para disfrutar
en él de placeres sensuales. Por lo pronto,
el guía y el compañero se resisten,
se indignan contra esta violencia odiosa y culpable;
pero al fin, cuando el mal no tiene límites,
se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y
prometen consentirlo todo. Se aproximan al objeto
bello, y contemplan esta aparición en todo
su resplandor. A su vista, el recuerdo del cochero
se fija en la esencia de la belleza; y se figura
verla, como en otro tiempo, en la estancia de
la pureza, colocada al lado de la sabiduría.
Esta visión le llena de un terror religioso,
se echa atrás, y esto le obliga a tirar
de las riendas con tanta violencia, que los dos
corceles se encabritan al mismo tiempo, el uno
de buena gana, porque no está acostumbrado
a hacer resistencia, el otro de mala porque siempre
tiende a la violencia y a la rebelión.
Mientras reculan, el uno, lleno de pudor y de
arrobamiento, inunda el alma toda de sudor; el
otro, insensible ya a la impresión del
freno y al dolor de su caída, apenas tomó
aliento, prorrumpió en gritos de furor,
vertiendo injurias contra su guía y su
compañero, echándoles en cara el
haber abandonado por cobardía y falta de
corazón su puesto y tratándoles
de perjuros. Los estrecha, a pesar de ellos, a
volver a la carga, y, accediendo a sus súplicas,
les concede algunos instantes de plazo. Terminada
esta tregua, ellos fingen no haber pensado en
esto; pero el corcel malo, recordándoles
su compromiso, haciéndoles violencia y
relinchando con furor, los arrastra y los fuerza
a renovar [304] sus tentativas para con el objeto
amado. Apenas se aproximan, el corcel malo se
echa, se estira, y, entregándose a movimientos
libidinosos, muerde el freno y se atreve a todo
con desvergüenza. Pero entonces el cochero
experimenta más fuertemente aún
la impresión de antes, se echa atrás,
como el jinete que va a tocar la barrera, y tira
con mayor fuerza de las riendas del corcel indómito,
rompe sus dientes, magulla su lengua insolente,
ensangrienta su boca, le obliga a sentar en tierra
sus piernas y muslos y le hace pasar mil angustias.
Cuando, a fuerza de sufrir, el corcel vicioso
ha visto abatido su furor, baja la cabeza y sigue
la dirección que desea el cochero, y al
percibir el objeto bello se muere de terror. entonces
solamente es cuando el amante sigue con modestia
y pudor al que ama.
Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado
al igual de un Dios por un amante que no finge
amor, sino que está sinceramente apasionado,
siente despertarse en él la necesidad de
amar. Si antes sus camaradas u otras personas
han denigrado en su presencia este sentimiento,
diciendo que es cosa fea tener una relación
amorosa, y si semejantes discursos han hecho que
rechazara a su amante, el tiempo trascurrido,
la edad, la necesidad de amar y de ser amado le
obligan bien pronto a recibirle en su intimidad.
Porque no puede estar en los decretos del destino,
que se amen dos hombres malos, ni que dos hombres
de bien no puedan amarse. Cuando la persona amada
ha acogido al que ama y ha gozado de la dulzura
de su conversación y de su sociedad, se
ve como arrastrado por esta pasión, y comprende
que la afección de todos sus amigos y de
todos sus parientes no es nada, cotejada con la
que le inspira su amante. Cuando han mantenido
esta relación por algún tiempo y
se han visto y han estado en contacto en los gimnasios
o en otros puntos, la corriente de estas emanaciones
que Júpiter, enamorado de [305] Ganimedes,
llamó deseo, se dirige a oleadas hacia
el amante, entra en su interior en parte, y cuando
ha penetrado así, lo demás se manifiesta
al exterior; y, como el aire o un sonido reflejado
por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones
de la belleza vuelven al alma del bello joven
por el canal de los ojos, y abriendo a las alas
todas sus salidas las nutren y las desprenden
y llenan de amor el alma de la persona amada.
Ama, pues, pero no sabe qué; no comprende
lo que experimenta, ni tampoco podría decirlo;
se parece al hombre que por haber contemplado
por mucho tiempo en otros ojos enfermos, sintiese
que su vista se oscurecía; no conoce la
causa de su turbación, y no se apercibe
de que se ve en su amante como en un espejo. Cuando
está en su presencia, siente en sí
mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente,
le echa de menos cuanto puede echarse; y siente
una afección que es como la imagen del
amor, y a la cual no da el nombre de amor sino
que la llama amistad. Sin embargo, desea como
su amante, aunque con menos ardor, verle, tocarle,
abrazarle y participar de su lecho, y sin duda
no tardará en satisfacer este deseo. Mientras
duermen en un mismo lecho, al corcel indócil
le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio
de tantos sufrimientos pide un instante de placer.
El corcel del joven amado no tiene nada que decir,
pero experimentando algo que no comprende, estrecha
a su amante entre sus brazos, y le prodiga los
más expresivos besos, y mientras permanezcan
tan inmediatos el uno al otro, no tendrá
fuerza para rehusar los favores que su amante
exija. Pero el otro corcel y el cochero lo resisten
en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte
y triunfa y los guía hacia una vida ordenada,
siguiendo los preceptos de la sabiduría,
pasan ellos sus días en este mundo felices
y unidos. Dueños de sí mismos viven
como [306] hombres honrados, porque han subyugado
lo que llevaba el vicio a su alma, y dado un vuelo
libre a lo que engendra la virtud. Al morir, alados
y aliviados de todo peso grosero, salen vencedores
en uno de los tres combates que se pueden llamar
verdaderamente olímpicos; y es tan grande
este bien, que ni la sabiduría humana,
ni el delirio que viene de los dioses, pueden
proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el
contrario, han adoptado un género de vida
más vulgar y contrario a la filosofía,
aunque sin violar las leyes del honor, en medio
de la embriaguez, en un momento de olvido y de
extravío, sucederá sin duda que
los corceles indómitos de los dos amantes,
sorprendiendo sus almas, los conducirán
hacia un mismo fin; escogerán entonces
el género de vida más lisonjero
a los ojos del vulgo, y se precipitarán
a gozar. Cuando se han saciado, aún gustan
de los mismos placeres, pero no con profusión,
porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen
el uno para el otro una afección verdadera,
pero menos fuerte que la de los puros amantes,
y cuando su delirio ha cesado, creen haberse dado
las prendas más preciosas de una fe recíproca;
y creerían cometer un sacrilegio si rompieran
los lazos que les ligan, para abrir sus corazones
al aborrecimiento. Al fin de su vida, sin alas
aún, pero ya impacientes por tomarlas,
sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que
su delirio amoroso recibe una gran recompensa.
Porque la ley divina no permite que los que han
comenzado su viaje celeste, sean precipitados
en las tinieblas subterráneas, sino que
pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión,
y, cuando reciben alas, las obtienen juntos, a
causa del amor que les ha unido sobre la tierra.
Tales son, mi querido joven, los maravillosos
y divinos bienes que te procurará la afección
de un amante; pero la amistad de un hombre sin
amor, que sólo cuenta [307] con una sabiduría
mortal, y que vive entregado por entero a los
vanos cuidados del mundo, no puede producir, en
el alma de la persona que ama, más que
una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da
el nombre de virtud, pero que le hará andar
errante, privado de razón en la tierra
y en las cavernas subterráneas durante
nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor
y más bella palinodia que he podido cantarte
en expiación de mi crimen. Si mi lenguaje
ha sido demasiado poético, Fedro es el
responsable de tales extravíos. Perdóname
por mi primer discurso y recibe éste con
indulgencia; echa sobre mí una mirada de
benevolencia y benignidad; no me arrebates; ni
disminuyas en mí por cólera, este
arte de amar, cuyo presente me has hecho tú
mismo; concédeme que, ahora más
que nunca, esté ciegamente apasionado por
la belleza. Si Fedro y yo te hemos ultrajado al
principio groseramente, no acuses más que
a Lisias, origen de este discurso; haz que renuncie
a esas composiciones frívolas, y llámale
hacia la filosofía, que su hermano Polemarco
ha abrazado ya, con el fin de que su amante, que
me escucha, libre de la incertidumbre que ahora
le atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas,
su vida entera al amor dirigido por la filosofía.
Fedro
Me uno a ti, mi querido Sócrates, para
pedir a los dioses que sigan ambos tu consejo
por ellos y por mí. Pero en verdad, yo
no puedo menos de alabar tu discurso, cuya belleza
me ha hecho olvidar el primero. Temo que Lisias
parezca muy inferior, si intenta luchar contigo
en un nuevo discurso. Por lo demás, ahora,
recientemente, uno de nuestros hombres de Estado
le echaba en cara, en términos ofensivos,
el escribir mucho, y en toda su diatriba le llamaba
fabricante de discursos. Quizá el amor
propio le impedirá responderte. [308]
Sócrates
Vaya una idea singular, mi querido joven; poco
conoces a tu amigo, si crees que se asusta con
tan poco ruido. ¿Has podido creer que el
que así le criticaba hablaba seriamente?
Fedro
Las trazas eran de eso, Sócrates, y tú
mismo sabes, que los hombres más poderosos
y de mejor posición en nuestras ciudades
se avergüenzan de componer discursos y de
dejar escritos, temiendo pasar por sofistas a
los ojos de la posteridad.
Sócrates
No entiendes nada, mi querido Fedro, de los repliegues
de la vanidad; y no ves que los más entonados
de nuestros hombres de Estado son los que más
ansían componer discursos y dejar obras
escritas. Desde el momento en que han dado a luz
alguna cosa están tan deseosos de adquirir
aura popular, que se apuran a inscribir en su
publicación los nombres de sus admiradores.
Fedro
¿Qué es lo que dices?, yo no te
comprendo.
Sócrates
¿No comprendes que a la cabeza de los escritos
de un hombre de Estado aparecen siempre los nombres
de los que les han prestado su aprobación?
Fedro
¿Cómo?
Sócrates
El senado o el pueblo o ambos, en vista de la
proposición de tal..., han tenido a bien...
Y aquí se nombra a sí mismo, y hace
su propio elogio. En seguida, para demostrar su
ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un
verdadero comentario. Y dime, no es este un verdadero
escrito? [309]
Fedro
Convengo en ello.
Sócrates
Si triunfa el escrito el autor sale del teatro
lleno de gozo; si se le desecha, queda privado
del honor de que se le cuente entre los escritores
y autores de discursos, y así se desconsuela
y sus amigos se afligen con él.
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Es evidente que, lejos de desdeñar este
oficio, le tienen en gran estimación.
Fedro
Convengo en ello.
Sócrates
¿Pero qué?, cuando un orador o un
rey, revestido del poder de un Licurgo, de un
Solón, de un Darío, se inmortaliza
en un Estado, como autor de discursos, no se mira
a sí mismo, como un semi-dios durante su
vida, y la posteridad, ¿no tiene de él
la misma opinión, en consideración
a sus escritos?
Fedro
Seguramente.
Sócrates
¿Crees tú, que ningún hombre
de Estado, cualesquiera que sean su carácter
y su prevención contra Lisias, pretenda
hacerle ruborizar por su título de escritor?
Fedro
No es probable, conforme a lo que dices, porque
sería a mi parecer difamar su propia pasión.
Sócrates
Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse
de componer discursos.
Fedro
Conforme. [310]
Sócrates
Pero, en mi opinión, lo vergonzoso no es
el hablar y escribir bien, sino el hablar y escribir
mal.
Fedro
Es claro.
Sócrates
¿Pero en qué consiste el escribir
bien o el escribir mal? ¿Deberemos, mi
querido Fedro, interrogar sobre esto a Lisias
o a alguno de los que han escrito o escribirán
sobre un objeto político o sobre materias
privadas en verso, como un poeta, o en prosa,
como el común de los escritores?
Fedro
¿Es posible que me preguntes si debemos?
De qué serviría la vida, si no se
gozase de los placeres de la inteligencia? Porque
no son los goces, a los que precede el dolor como
condición necesaria, los que dan precio
a la vida; y esto es lo que pasa con casi todos
los placeres del cuerpo, por lo que con razón
se les ha llamado serviles.
Sócrates
Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que
las cigarras, que cantan sobre nuestras cabezas,
y conversan entre sí, como lo hacen siempre
con este calor sofocante, nos observan. Si nos
viesen en lugar de mantener una conversación,
dormir la siesta como el vulgo, en esta hora del
medio día al arrullo de sus cantos, sin
ocupar nuestro entendimiento, se reirían
de nosotros, y harían bien; creerían
ver esclavos que habían venido a dormir
a esta soledad, como los ganados que sestean alrededor
de una fuente. Si por el contrario, nos ven conversar
y pasar cerca de ellas, como el sabio cerca de
las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán
y quizá nos darán parte del beneficio
que los dioses les han permitido conceder a los
hombres. [311]
Fedro
¿Qué beneficio es ese? Me parece
que nunca he oído hablar de él.
Sócrates
No parece bien que un amigo de las musas ignore
estas cosas. Dícese que las cigarras eran
hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando
estas nacieron y el canto con ellas, hubo hombres,
que de tal manera se arrebataron al oír
sus acentos, que la pasión de cantar les
hizo olvidar la de comer y beber, y pasaron de
la vida a la muerte, sin apercibirse de ello.
De estos hombres nacieron las cigarras, y las
musas les concedieron el privilegio de no tener
necesidad de ningún alimento, sino que,
desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer
ni beber; y además de esto van a anunciar
a las musas, cuál es, entre los mortales,
el que rinde homenaje a cada una de ellas. Así
es que, haciendo conocer a Terpsícore los
que la honran en los coros, hacen que esta divinidad
sea más propicia a sus favorecidos. A Erato
dan cuenta de los nombres de los que cultivan
la poesía erótica; y a las otras
musas hacen conocer los que las conceden la especie
de culto que conviene a los atributos de cada
una; a Caliope, que es la de mayor edad, y a Urania,
la de menor, dan a conocer a los que dedicados
a la filosofía cultivan las artes que les
están consagradas. Estas dos musas, que
presiden a los movimientos de los cuerpos celestes
y a los discursos de los dioses y de los hombres,
son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí
materia para hablar y no dormir en esta hora del
día.
Fedro
Pues bien, hablemos.
Sócrates
Nos propusimos antes examinar lo que constituye
un buen o mal discurso, escrito o improvisado.
Comencemos este examen, si gustas. [312]
Fedro
Muy bien.
Sócrates
¿No es necesario para hablar bien conocer
la verdad sobre aquello de que se intenta tratar?
Fedro
He oído decir con este motivo, mi querido
Sócrates, que el que ha de ser orador no
necesita saber lo que es verdaderamente justo,
sino lo que parece tal a la multitud encargada
de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente
bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias
de la bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud,
no la verdad, la que produce la convicción.
Sócrates
No hay que desechar las palabras de los sabios{15},
mi querido Fedro, pero también es preciso
examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas
de decir debe llamar toda nuestra atención.
Fedro
Tienes razón.
Sócrates
Procedamos de esta manera.
Fedro
Veamos.
Sócrates
Si yo te aconsejase que compraras un caballo para
servirte de él en los combates, y ni tú
ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese
yo, que Fedro llama caballo al que mejor oído
tiene entre los animales domésticos...
Fedro
Quieres reírte, Sócrates.
Sócrates
Aguarda. La cosa sería mucho más
ridícula, si, [313] queriendo persuadirte
seriamente, compusiese un discurso, en el que
hiciese el elogio del asno, dándole el
nombre de caballo, y si dijese que es un animal
muy útil para la casa y para el ejército,
que puede cualquiera defenderse montando en él,
y que es muy cómodo para la conducción
de efectos y bagajes.
Fedro
Sí, eso sería el colmo del ridículo.
Sócrates
Pero, ¿no vale más ser ridículo,
pero inofensivo, que peligroso y dañino?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Cuando un orador, ignorando la naturaleza del
bien y del mal, encuentra a sus conciudadanos
en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar
por caballo la sombra de un asno{16}, sino el
mal por el bien; cuando, apoyado en el conocimiento
que tiene de las preocupaciones de la multitud,
la arrastra por malas sendas, ¿qué
frutos podrá recoger la retórica
de lo que haya sembrado?
Fedro
Frutos bien malos.
Sócrates
Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado
el arte oratorio con poco respeto, y quizá
nos podría responder que de nada sirven
todos nuestros razonamientos, que él no
fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer
la naturaleza de la verdad, pero que si se le
da crédito, es conveniente conocerla antes
de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar
muy alto que, sin sus lecciones de bien hablar,
de nada sirve el conocimiento de la verdad para
persuadir. [314]
Fedro
Y, ¿no tendría razón para
hablar así?
Sócrates
Yo convendría en ello si las voces que
se levantan por todas partes, confesasen que la
retórica es un arte. Pero se me figura
oír a algunos que protestan en contra y
que afirman que no es un arte, sino un pasatiempo
y una rutina frívola. «No hay, dice
Lacomano, verdadero arte de la palabra, fuera
de la posesión de la verdad, ni lo habrá
jamás.»
Fedro
También yo oigo esos rumores, mi querido
Sócrates. Haz comparecer estos adversarios
de la retórica, y veamos lo que dicen.
Sócrates
Venid, apreciables jóvenes, cerca de mi
querido Fedro, padre de los demás jóvenes
que se os parecen; venid a persuadirle de que,
sin conocer a fondo la filosofía, nunca
será capaz de hablar bien sobre ningún
objeto. Que Fedro os responda.
Fedro
Interrogad.
Sócrates
En general, la retórica, ¿no es
el arte de conducir las almas por la palabra,
no sólo en los tribunales y en otras asambleas
públicas, sino también en las reuniones
particulares, ya se trate de asuntos ligeros,
ya de grandes intereses? ¿No es esto lo
que se dice?
Fedro
No, ¡por Júpiter!, no es precisamente
eso; el arte de hablar y de escribir sirve, sobre
todo, en las defensas del foro, y también
en las arengas políticas. Pero no he oído
que se extienda a más.
Sócrates
Tú no conoces más que los tratados
de retórica de [315] Néstor y de
Ulises, que compusieron en momentos de ocio durante
el sitio de Ilion. ¿Nunca has oído
hablar de la retórica de Palámedes?
Fedro
No, ¡por Júpiter!, ni tampoco las
retóricas de Néstor y Ulises, a
menos que tu Néstor sea Gorgias, y tu Ulises
Trasimaco o Teodoro.
Sócrates
Quizá, pero dejémoslos. Dime, en
los tribunales, ¿qué hacen los adversarios?
¿No sostienen el pro y el contra? ¿Qué
dices a esto?
Fedro
Nada más cierto.
Sócrates
¿Pelean y abogan por lo justo y lo injusto?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Por consiguiente, el que sabe hacer esto con arte
hará parecer la misma cosa y a las mismas
personas justa o injusta, según él
quiera.
Fedro
¿Y qué?
Sócrates
Y cuando hable al pueblo, sus conciudadanos juzgarán
las mismas cosas ventajosas o funestas a gusto
de su elocuencia.
Fedro
Sí.
Sócrates
No sabemos que el Palámedes de Elea{17}
hablaba con tanto arte, que presentaba a sus oyentes
las mismas cosas [316] semejantes y desemejantes,
simples y múltiples, en reposo y en movimiento?
Fedro
Ya lo sé.
Sócrates
El arte de sostener las proposiciones contradictorias
no es sólo del dominio de los tribunales
y de las asambleas populares, sino que, al parecer,
si hay un arte que tiene por objeto el perfeccionamiento
de la palabra, abraza toda clase de discursos,
y hace capaz al hombre para confundir siempre
todo lo que puede ser confundido, y de distinguir
todo lo que el adversario intenta confundir y
oscurecer.
Fedro
¿Cómo lo entiendes tú?
Sócrates
Creo que la cuestión se ilustrará
si tú sigues este razonamiento. ¿Se
producirá más fácilmente
esta ilusión en las cosas muy diferentes
o en las que se diferencian muy poco?
Fedro
En estas últimas, evidentemente.
Sócrates
Si mudas de lugar y quieres hacerlo sin que se
aperciban de ello, ¿deberás desviarte
poco a poco o alejarte a paso largo?
Fedro
La respuesta no es dudosa.
Sócrates
El que se propone engañar a los demás,
sin tenerse él mismo por engañado,
¿será capaz de reconocer exactamente
las semejanzas y diferencias de las cosas?
Fedro
Es de toda necesidad que las reconozca.
Sócrates
¿Pero es posible, cuando se ignora la verdadera
[317] naturaleza de cada cosa, reconocer lo que
en las otras cosas se parece poco o mucho a aquella
que se ignora?
Fedro
Eso es imposible.
Sócrates
¿No es evidente que toda opinión
falsa procede sólo de ciertas semejanzas
que existen entre los objetos?
Fedro
Seguramente.
Sócrates
Y que no se puede poseer el arte de hacer pasar
poco a poco a sus oyentes de semejanza en semejanza,
de la verdadera naturaleza de las cosas a su contraria,
evitando por su propia cuenta semejante error,
si no se sabe a qué atenerse sobre la esencia
de cada cosa?
Fedro
Eso no puede ser.
Sócrates
Por consiguiente, el que pretende poseer el arte
de la palabra sin conocer la verdad, y se ha ocupado
tan sólo de opiniones, toma por un arte
lo que no es más que una sombra risible.
Fedro
Gran riesgo corre de ser así.
Sócrates
En el discurso de Lisias, que tienes en la mano,
y en los que nosotros hemos pronunciado, ¿quieres
ver qué diferencia hacemos entre el arte
y lo que sólo tiene la apariencia de tal?
Fedro
Con mucho gusto, tanto más cuanto que nuestros
razonamientos tienen algo de vago, no apoyándose
en algún ejemplo positivo.
Sócrates
En verdad es una fortuna, la casualidad de haber
[318] pronunciado dos discursos muy acomodados
para probar que el que posee la verdad puede,
mediante el juego de palabras, deslumbrar a sus
oyentes. Yo, mi querido Fedro, no dudo en achacarlos
a las divinidades que habitan estos sitios; quizá
también los cantores inspirados por las
musas{18} que habitan por cima de nuestras cabezas,
nos han comunicado su inspiración; porque
he sido siempre absolutamente extraño al
arte oratorio.
Fedro
Pase, puesto que te place decirlo; pero pasemos
al examen de los dos discursos.
Sócrates
Lee el principio del discurso de Lisias.
Fedro
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes
que miro la realización de mis deseos como
provechosa a ambos. No sería justo rechazar
mis votos, porque no soy tu amante. Porque los
amantes desde el momento en que se ven satisfechos...»
Sócrates
Detente. Es preciso examinar en qué se
engaña Lisias y en qué carece de
arte; ¿no es cierto?
Fedro
Sí.
Sócrates
¿No es cierto que estamos siempre de acuerdo
sobre ciertas cosas, y que sobre otras estamos
siempre discutiendo?
Fedro
Creo comprender lo que dices, pero explícamelo
más claramente.
Sócrates
Por ejemplo, cuando delante de nosotros se pronuncian
[319] las palabras hierro o plata, ¿no
tenemos todos la misma idea?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Pero que se nos hable de lo justo y de lo injusto
y estas palabras despiertan ideas diferentes,
y nos ponemos en el momento en desacuerdo con
los demás y con nosotros mismos.
Fedro
Seguramente.
Sócrates
Luego hay cosas sobre las que todo el mundo conviene,
y otras sobre las que todo el mundo disputa.
Fedro
Es cierto.
Sócrates
¿Cuáles son las materias en que
más fácilmente podemos extraviarnos,
y en las que la retórica tiene la mayor
influencia?
Fedro
Evidentemente en las cosas inciertas y dudosas.
Sócrates
El que se propone abordar el arte oratorio, deberá
haber hecho antes metódicamente esta distinción,
y haber aprendido a distinguir, según sus
carácteres diferentes, las cosas sobre
las que fluctúa naturalmente la opinión
del vulgo, y sobre las que la duda es imposible.
Fedro
El que sepa hacer esta distinción será
un hombre hábil.
Sócrates
Hecho esto, yo creo que antes de tratar un objeto
particular, debe ver con ojo penetrante, y evitando
toda confusión, a qué especie pertenece
este objeto. [320]
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Y el amor, ¿es de las cosas sujetas a disputa
o no?
Fedro
Es de las cosas disputables, seguramente. De no
ser así, ¿hubieras podido hablar
como hablaste, sosteniendo tan pronto que el amor
es un mal para el amante y para el objeto amado,
como que es el más grande de los bienes?
Sócrates
Perfectamente. Pero dime, (porque en el furor
divino que me poseía he perdido el recuerdo),
¿comencé mi discurso definiendo
el amor?
Fedro
¡Por Júpiter! sí; no pudo
ser mejor la definición.
Sócrates
¿Qué dices?, las ninfas hijas de
Aqueloo y Pan, hijo de Hermes{19}, ¿son
más hábiles en el arte de la palabra
que Lisias, hijo de Céfalo?, o bien yo
me engaño, y Lisias, comenzando su discurso
sobre el amor, nos ha precisado a aceptar una
definición, a la que ha referido todo el
trabazón de su discurso y la conclusión
misma? ¿Quieres que volvamos a leer el
principio?
Fedro
Como quieras. Sin embargo, lo que buscas no se
halla allí.
Sócrates
Lee sin parar. Quiero oírle no obstante.
Fedro
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes
que miro la realización de mis deseos como
provechosa a [321] ambos. No seria justo rechazar
mis votos, porque no soy tu amante. Porque los
amantes, apenas se ven satisfechos, cuando sienten
ya todo lo que han hecho por el objeto de su pasión.»
Sócrates
Estamos muy distantes de encontrar lo que buscábamos.
No comienza por el principio, sino por el fin,
como un hombre que nada de espaldas contra la
corriente. El amante, que se dirige a la persona
que ama, ¿no comienza por dónde
debería concluir, o me engaño yo,
Fedro, mi muy querido amigo?
Fedro
Ten presente, Sócrates, que no ha querido
hacer más que el final de un discurso.
Sócrates
Sea así; pero, ¿no ves que sus ideas
aparecen hacinadas confusamente? Lo que dice en
segundo lugar, ¿debe estar en el punto
que ocupa, o más bien en otro lugar de
su discurso? Yo, si bien confieso mi ignorancia,
creo, que el autor, muy a la ligera, ha arrojado
sobre el papel cuanto le ha venido al espíritu.
¿Pero tú has descubierto, en su
composición, un plan, según el que
ha debido disponer todas las partes en el orden
en que se encuentran?
Fedro
Me haces demasiado favor al creerme en estado
de penetrar todos los artificios de la elocuencia
de un Lisias.
Sócrates
Por lo menos me concederás, que todo discurso
debe, como un ser vivo, tener un cuerpo que le
sea propio, cabeza y pies y medio y extremos exactamente
proporcionados entre sí y en exacta relación
con el conjunto.
Fedro
Eso es evidente.
Sócrates
¡Y bien!, examina un poco el discurso de
tu amigo, y [322] dime si reúne todas estas
condiciones. Confesarás que se parece mucho
a la inscripción que dicen se puso sobre
la tumba de Midas, rey de Frigia.
Fedro
¿Qué epitafio es ese, y qué
tiene de particular?
Sócrates
Hele aquí:
Soy una virgen de bronce, colocada sobre la tumba
de Midas;
Mientras las aguas corran y los árboles
reverdezcan,
De pié sobre esta tumba, regada de lágrimas,
Anunciaré a los pasajeros, que Midas reposa
en este sitio.{20}
Ya ves, que se puede leer indiferentemente esta
inscripción, comenzando por el primer verso
que por el último.
Fedro
Tú te burlas de nuestro discurso, Sócrates
Sócrates
Dejémosle, pues, para que no te enfades,
aunque en mi opinión encierra gran número
de ejemplos útiles, que deben estudiarse,
para huir a todo trance de imitarlos. Hablemos
de los demás discursos. En ellos encontraremos
enseñanzas, que podrán aprovechar
al que quiera instruirse en el arte oratorio.
Fedro
¿Qué quieres decir?
Sócrates
Estos dos discursos se contradicen; porque el
uno tendía a probar que se deben conceder
sus favores al hombre enamorado, y el otro al
no enamorado. [323]
Fedro
El pro y el contra son sostenidos con calor.
Sócrates
Creía que ibas a usar de la palabra propia
que es «con furor.» Esta es la palabra
que yo esperaba; ¿no hemos dicho, en efecto,
que el amor era una especie de furor?
Fedro
Sí.
Sócrates
Hay dos especies de furor o de delirio: el uno,
que no es más que una enfermedad del alma;
el otro, que nos hace traspasar los límites
de la naturaleza humana por una inspiración
divina.
Fedro
Conforme.
Sócrates
Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino,
según los dioses que le inspiran, atribuyendo
la inspiración profética a Apolo,
la de los iniciados a Baco, la de los poetas a
las Musas, y en fin, la de los amantes a Afrodites
y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor
es el más divino de todos. Inspirados nosotros
por el soplo del Dios del amor, tan pronto aproximándonos
como alejándonos de la verdad, y formando
un discurso plausible, yo no sé cómo
hemos llegado a componer, como por vía
de diversión, un himno, decoroso sí,
pero mitológico al Amor, mi dueño,
como lo es tuyo, Fedro, que es el Dios que preside
a la belleza.
Fedro
Yo estuve encantado al oírlo.
Sócrates
Sirvámonos de este discurso para ver cómo
se puede pasar de la censura al elogio. [324]
Fedro
Veamos.
Sócrates
Todo lo demás no es en efecto más
que un juego de niños. Pero hay dos procedimientos
que la casualidad nos ha sugerido sin duda, pero
que convendrá comprender bien y en toda
su extensión al aplicarlos al método{21}.
Fedro
¿Cuáles son esos procedimientos?
Sócrates
Por lo pronto deben abrazarse de una ojeada todas
las ideas particulares esparramadas acá
y allá, y reunirlas bajo una sola idea
general, para hacer comprender, por una definición
exacta, el objeto que se quiere tratar. Así
es como dimos antes una definición del
amor, que podrá ser buena o mala, pero
que por lo menos ha servido para dar a nuestro
discurso la claridad y el orden.
Fedro
¿Y cuál es el otro procedimiento?
Sócrates
Consiste en saber dividir de nuevo la idea general
en sus elementos, como otras tantas articulaciones
naturales, guardándose, sin embargo, de
mutilar ninguno de estos elementos primitivos,
como acostumbra un mal cocinero cuando trincha.
Así es como en nuestros dos discursos dimos
primeramente una idea general del delirio; en
seguida, a la manera que la unidad de nuestro
cuerpo comprende bajo una misma denominación
los miembros que están a la izquierda y
los que están a la derecha, en igual forma
nuestros dos discursos han deducido de esta definición
general del delirio dos nociones distintas: el
uno ha distinguido todo lo que estaba a la izquierda,
y no se rehizo para dar una nueva división,
sino después de haberse [325] encontrado
con un desgraciado amor, que él mismo ha
llenado de injurias bien merecidas; el otro ha
tomado a la derecha, y se ha encontrado con otro
amor, que tiene el mismo nombre, pero cuyo principio
es divino y tomándole por materia de sus
elogios, lo ha alabado como origen de los mayores
bienes.
Fedro
Dices verdad.
Sócrates
Yo, mi querido Fedro, gusto mucho de esta manera
de descomponer y componer de nuevo por su orden
las ideas{22}; es el medio de aprender a hablar
y a pensar. Cuando creo hallar un hombre capaz
de abarcar a la vez el conjunto y los detalles
de un objeto, sigo sus pasos como si fueran los
de un Dios{23}. Los que tienen este talento, sabe
Dios si tengo o no razón para darles este
nombre, pero en fin, yo les llamo dialécticos.
Pero los que se han formado en tu escuela y en
la de Lisias ¿cómo los llamaremos?
Nos acogeremos a ese arte de la palabra, mediante
el que Trasimaco y otros se han hecho hábiles
parlantes, y que enseñan, recibiendo dones,
como los reyes, por precio de su enseñanza{24}?
Fedro
Son, en efecto, reyes, pero ignoran ciertamente
el arte de que hablas. Por lo demás, quizá
tengas razón en dar a este arte el nombre
de dialéctica, pero me parece que hasta
ahora no hemos hablado de la retórica.
Sócrates
¿Qué dices? ¿Puede haber
en el arte de la palabra [326] alguna parte importante
distinta de la dialéctica? Verdaderamente
guardémonos bien de desdeñarla,
y veamos en qué consiste esta retórica
de que no hemos hablado.
Fedro
No es poco, mi querido Sócrates, lo que
se encuentra en los libros de retórica.
Sócrates
Me lo recuerdas muy a tiempo. Lo primero es el
exordio, porque así debemos llamar el principio
del discurso. ¿No es este uno de los refinamientos
del arte?
Fedro
Si, sin duda.
Sócrates
Después la narración{25}, luego
las deposiciones de los testigos, en seguida las
pruebas, y por fin las presunciones. Creo que
un entendido discursista, que nos ha venido de
Bizancio, habla también de la confirmación
y de la sub-confirmación.
Fedro
¿Hablas del ilustre Teodoro?
Sócrates
Sí, de Teodoro. Nos enseña también
cuál debe ser la refutación y la
sub-refutación en la acusación y
en la defensa. Oigamos igualmente al hábil
Eveno de Paros, que ha inventado la insinuación
y las alabanzas recíprocas. Se dice también
que ha puesto en versos mnemónicos la teoría
de los ataques indirectos; en fin, es un sabio.
¿Dejaremos dormir a Tisias y Gorgias? Estos
han descubierto que la verosimilitud vale más
que la verdad, y saben, por medio de su palabra
omnipotente, hacer que las cosas grandes parezcan
pequeñas, y pequeñas las grandes,
dar un aire de novedad a lo que es antiguo, y
un aire de antigüedad a lo que es nuevo;
en fin, han [327] encontrado el medio de hablar
indiferentemente sobre el mismo objeto de una
manera concisa o de una manera difusa.
Un día que yo hablaba a Prodico, se echó
a reír, y me aseguró que sólo
él estaba, en posesión del buen
método, que era preciso evitar la concisión
y los desenvolvimientos ociosos, conservándose
siempre en un término medio.
Fedro
Perfectamente, Prodico{26}.
Sócrates
¿Qué diremos de Ripias? Porque pienso
que el natural de Elis debe ser del mismo dictamen.
Fedro
¿Por qué no?
Sócrates
¿Qué diremos de Polus con sus consonancias,
sus repeticiones, su abuso de sentencias y de
metáforas, y estas palabras que ha tomado
de las lecciones de Licimnion, para adornar sus
discursos?
Fedro
Protágoras{27}, mi querido Sócrates,
¿no enseñaba artificios del mismo
género?
Sócrates
Su manera, mi querido joven, era notable por cierta
propiedad de expresión unida a otras bellas
cualidades. En el arte de excitar a la compasión,
en favor de la ancianidad o de la pobreza, por
medio de exclamaciones patéticas, nadie
se puede comparar con el poderoso [328] retórico
de Calcedonia{28}. Es un hombre que lo mismo agita
que aquieta a la multitud, a manera de encantamiento,
de lo que él mismo se alaba. Es tan capaz
para acumular acusaciones, como para destruirlas,
sin importarle el cómo. En cuanto al fin
de sus discursos, en todos es el mismo, ya le
llame recapitulación o le dé cualquiera
otro nombre.
Fedro
¿Quieres decir el resumen, que se hace
al concluir un discurso, para recordar a los oyentes
lo que se ha dicho?
Sócrates
Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado
de alguno de los secretos del arte oratorio?
Fedro
Es tan poco lo olvidado que no merece la pena
de hablar de ello.
Sócrates
Pues bien, no hablemos más de eso, y tratemos
ahora de ver de una manera patente lo que valen
estos artificios, y dónde brilla el poder
de la retórica.
Fedro
Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates,
por lo menos en las asambleas populares.
Sócrates
Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no
adviertes, como yo, que estas sabias composiciones
descubren trama en muchos pasajes.
Fedro
Explícate más.
Sócrates
Dime, si alguno encontrase a tu amigo Eriximaco
o a su padre Acumenos, y les dijese: yo sé,
mediante la [329] aplicacion de ciertas sustancias,
calentar o enfriar el cuerpo a mi voluntad, provocar
evacuaciones por todos los conductos, y producir
otros efectos semejantes; y con esta ciencia puedo
pasar por médico, y me creo capaz de convertir
en médicos a las personas a quienes comunique
mi ciencia. A tu parecer, ¿qué responderían
tus ilustres amigos?
Fedro
Seguramente le preguntarían si sabe además
a qué enfermos es preciso aplicar estos
remedios, en qué casos y en qué
dosis.
Sócrates
Él les respondería que de eso no
sabe nada, pero que con seguridad el que reciba
sus lecciones sabrá llenar todas estas
condiciones.
Fedro
Creo que mis amigos dirían que nuestro
hombre estaba loco, y que habiendo abierto por
casualidad un libro de medicina ú oído
hablar de algunos remedios, se imagina con sólo
esto ser médico, aunque no entienda una
palabra.
Sócrates
Y si alguno, dirigiéndose a Sófocles
o a Eurípides, les dijese: yo sé
presentar, sobre el objeto más mezquino,
los desenvolvimientos más extensos, y tratar
brevemente la más vasta materia; sé
hacer discursos indistintamente patéticos,
terribles o amenazadores, poseo además
otros conocimientos semejantes, y me comprometo,
enseñando este arte a alguno, a ponerle
en estado de componer una tragedia.
Fedro
Estos dos poetas, Sócrates, podrían
con razón echarse a reír de este
hombre, que se imaginaba hacer una tragedia de
todas estas partes reunidas a la casualidad, sin
acuerdo, sin proporciones y sin idea del conjunto.
Sócrates
Pero se guardarían bien de burlarse de
él [330] groseramente. Si un músico
encontrase a un hombre que cree saber perfectamente
la armonía, porque sabe sacar de una cuerda
el sonido más agudo o el sonido más
grave, no le diría bruscamente: desgraciado,
tú has perdido la cabeza. Sino que, como
digno favorito de las musas, le diría con
dulzura: querido mío, es preciso saber
lo que tú sabes para conocer la armonía;
sin embargo, se puede estar a tu altura sin entenderla;
tú posees las nociones preliminares del
arte, pero no el arte mismo.
Fedro
Eso sería hablar muy sensatamente.
Sócrates
Lo mismo diría, Sófocles a su hombre,
que posee los elementos del arte trágico,
pero no el arte mismo; y Acumenos diría
al suyo, que conocía las nociones preliminares
de la medicina, pero no la medicina misma.
Fedro
Seguramente.
Sócrates
Pero ¿qué dirían Adrasto,
el de la elocuencia dulce como la miel, o Pericles,
si nos hubiesen oído hablar antes de los
bellos preceptos del arte oratorio, del estilo
conciso o figurado, y de todos los demás
artificios que nos propusimos examinar con toda
claridad? Tendrían ellos, como tú
y yo, la grosería de dirigir insultos de
mal tono, a los que imaginaron estos preceptos,
y los dan a sus discípulos por el arte
oratorio, o, más sabios que nosotros, a
nosotros sería a quienes dirigirían
sus cargos con más razón?, ¡oh
Fedro!, ¡oh Sócrates!, dirían,
en vez de enfadaros, deberíais perdonar
a los que, ignorando la dialéctica, no
han podido, como resultado de su ignorancia, definir
el arte de la palabra; ellos poseen nociones preliminares
de la retórica y se figuran con esto saber
la retórica misma; y cuando enseñan
todos estos detalles a sus discípulos,
creen enseñarles perfectamente el arte
[331] oratorio; pero, en cuanto al arte de ordenar
todos estos medios, con la mira de producir el
convencimiento y dar forma a todo el discurso,
creyendo ser esto cosa demasiado fácil,
dejan a sus discípulos el cuidado de gobernarse
por sí mismos, cuando tengan que componer
una arenga.
Fedro
Podrá suceder que tal sea el arte de la
retórica que estos hombres tan célebres
enseñan en sus lecciones y en sus tratados,
y creo que en este punto tú tienes razón.
Pero la verdadera retórica, el arte de
persuadir, ¿cómo y dónde
puede adquirirse?
Sócrates
La perfección en las luchas de la palabra
está sometida, a mi parecer, a las mismas
condiciones que la perfección en las demás
clases de lucha. Si la naturaleza te ha hecho
orador, y si cultivas estas buenas disposiciones
mediante la ciencia y el estudio, llegarás
a ser notable algún día; pero si
te falta alguna de estas condiciones, jamás
tendrás sino una elocuencia imperfecta.
En cuanto al arte; existe un método que
debe seguirse; pero Tisias y Trasimaco no me parecen
los mejores guías.
Fedro
¿Cuál es ese método?
Sócrates
Pericles pudo haber sido el hombre más
consumado en el arte oratorio.
Fedro
¿Cómo?
Sócrates
Todas las grandes artes se inspiran en estas especulaciones
ociosas e indiscretas, que pretenden penetrar
los secretos de la naturaleza{29}; sin ellas no
puede elevarse [332] el espíritu ni perfeccionarse
en ninguna ciencia, cualquiera que sea{30}. Pericles
desenvolvió mediante estos estudios trascendentales
su talento natural; tropezó, yo creo, con
Anaxágoras, que se había entregado
por entero a los mismos estudios y se nutrió
cerca de él con estas especulaciones. Anaxágoras
le enseñó la distinción de
los seres dotados de razón y de los seres
privados de inteligencia, materia que trató
muy por extenso, y Pericles sacó de aquí
para el arte oratorio todo lo que le podía
ser útil.
Fedro
¿Qué quieres decir?
Sócrates
Con la retórica sucede lo mismo que con
la medicina.
Fedro
Explícate.
Sócrates
Estas dos artes piden un análisis exacto
de la naturaleza, uno de la naturaleza del cuerpo,
otro de la naturaleza del alma; siempre que no
tomes por única guía la rutina y
la experiencia, y que reclames al arte sus luces,
para dar al cuerpo salud y fuerza por medio de
los remedios y el régimen, y dar al alma
convicciones y virtudes por medio de sabios discursos
y útiles enseñanzas.
Fedro
Es muy probable, Sócrates.
Sócrates
Piensas que se pueda conocer suficientemente la
naturaleza del alma, sin conocer la naturaleza
universal?
Fedro
Si hemos de creer a Hipócrates, el descendiente
de los hijos de Esculapio, no es posible, sin
este estudio preparatorio, conocer la naturaleza
del cuerpo. [333]
Sócrates
Muy bien, amigo mío; sin embargo, después
de haber consultado a Hipócrates, es preciso
consultar la razón, y ver si está
de acuerdo con ella.
Fedro
Soy de tu dictamen.
Sócrates
Examina, pues, lo que Hipócrates y la recta
razón dicen sobre la naturaleza. ¿No
es así como debemos proceder en las reflexiones
que hagamos sobre la naturaleza de cada cosa?
Lo primero que debemos examinar, es el objeto
que nos proponemos y que queremos hacer conocer
a los demás, si es simple o compuesto;
después, si es simple, cuáles son
sus propiedades, cómo y sobre qué
cosas obra, y de qué manera puede ser afectado;
si es compuesto, contaremos las partes que puedan
distinguirse, y sobre cada una de ellas haremos
el mismo examen que hubiésemos hecho sobre
el objeto reducido a la unidad, para determinar
así todos las propiedades activas y pasivas.
Fedro
Ese procedimiento es quizá el mejor.
Sócrates
Todo el que siga otro se lanza por un camino desconocido.
No es obra de un ciego, ni de un sordo, tratar
un objeto cualquiera conforme a las reglas del
método. El que, por ejemplo, siga en todos
sus discursos un orden metódico, explicará
exactamente la esencia del objeto a que se refieren
todas sus palabras, y este objeto no es otro que
el alma.
Fedro
Sin duda.
Sócrates
¿No es, en efecto, por este rumbo por donde
debe dirigir todos sus esfuerzos? ¿No es
el alma el asiento de la convicción? ¿Qué
te parece esto? [334]
Fedro
Convengo en ello.
Sócrates
Es evidente, que Trasimaco o cualquiera otro que
quiera enseñar seriamente la retórica,
describirá por lo pronto el alma con exactitud,
y hará ver si es una sustancia, simple
e idéntica, o si es compuesta como el cuerpo.
No es esto explicar la naturaleza de una cosa?
Fedro
Sí.
Sócrates
En seguida describirá sus facultades y
las diversas maneras como puede ser afectada.
Fedro
Sin duda.
Sócrates
En fin, después de haber hecho una clasificación
de las diferentes especies de discursos y de almas,
dirá cómo puede obrarse sobre ellas,
apropiando cada género de elocuencia a
cada auditorio; y demostrará cómo
ciertos discursos deben persuadir a ciertos espíritus
y no tendrán influencia sobre otros.
Fedro
Tu método me parece maravilloso.
Sócrates
Por lo tanto, amigo mío, lo que se enseñe
o componga de otra manera no puede serlo con arte,
ya recaiga sobre esta materia o ya sobre cualquiera
otra. Pero los que en nuestros días han
escrito tratados de retórica, de que has
oído hablar, han hecho farsas con las que
disimulan el exacto conocimiento que sus autores
tienen del alma humana. Mientras no hablen y escriban
de la manera dicha, no creamos que poseen el arte
verdadero.
Fedro
¿Cuál es esa manera? [335]
Sócrates
Es difícil encontrar términos exactos
para hacerte la explicación. Pero ensayaré,
en cuanto me sea posible, decirte el orden que
se debe seguir en un tratado redactado con arte.
Fedro
Habla.
Sócrates
Puesto que el arte oratorio no es más que
el arte de conducir las almas, es preciso que
el que quiera hacerse orador sepa cuántas
especies de almas hay. Hay cierto número
de ellas y tienen ciertas cualidades, de donde
procede que los hombres tienen diferentes caracteres.
Senada esta división, es preciso distinguir
también cada especie de discursos por sus
cualidades particulares.
Así es, que hay hombres a quienes persuadirán
ciertos discursos en determinadas circunstancias
por tal o cual razón, mientras que los
mismos argumentos moverán muy poco a otros
espíritus. Enseguida es preciso que el
orador, que ha profundizado suficientemente estos
principios, sea capaz de hacer la aplicación
de ellos en la práctica de la vida, y de
discernir con una ojeada rápida el momento
en que es preciso usar de ellos; de otra manera
nunca sabrá más de lo que sabía
al lado de los maestros. Cuando esté en
posición de poder decir mediante qué
discursos se puede llevar la convicción
a las almas más diversas; cuando, puesto
en presencia de un individuo, sepa leer en su
corazón y pueda decirse a sí mismo:
«he aquí el hombre, he aquí
el carácter que mis maestros me han pintado;
él está delante de mí; y
para persuadirle de tal o cual cosa deberé
usar de tal o cual lenguaje»; cuando él
posea todos estos conocimientos; cuando sepa distinguir
las ocasiones en que es preciso hablar y en las
que es preciso callar; cuando sepa emplear o evitar
con oportunidad el estilo conciso, las quejas
lastimeras, las amplificaciones [336] magníficas
y todos los demás giros que la escuela
le haya enseñado, sólo entonces
poseerá el arte de la palabra. Pero cualquiera
que en sus discursos, sus lecciones o sus obras,
olvide alguna de estas reglas, nosotros no le
creeremos, si pretende que habla con arte. ¡Y
bien! Sócrates, ¡y bien!, Fedro,
nos dirá, quizá el autor de nuestra
retórica, ¿es así o de otra
manera, a juicio vuestro, como debe concebirse
el arte de la palabra?
Fedro
No es posible formar del asunto una idea diferente,
mi querido Sócrates, pero no es poco emprender
tan extenso estudio.
Sócrates
Dices verdad. Por lo tanto examinemos en todos
sentidos todos los discursos, para ver si se encuentra
un camino más llano y más corto,
y no empeñarnos temerariamente en un sendero
tan difícil y lleno de revueltas, cuando
podemos dispensarnos de ello. Si Lisias o cualquier
otro orador nos puede servir de algo, es llegado
el caso de recordarte sus lecciones y de repetírmelas.
Fedro
No es por falta de voluntad, pero nada recuerda
mi espíritu.
Sócrates
Quieres que te refiera ciertos discursos, que
oí a los que se ocupan de estas materias?
Fedro
Ya escucho.
Sócrates
Se dice, mi querido amigo, que es justo abogar
hasta en defensa del lobo.
Fedro
¡Y bien!, atempérate a ese proverbio.
Sócrates
Los retóricos nos dicen, que no hay para
qué alabar [337] tanto nuestra dialéctica,
y que con todo este aparato metódico nos
vemos privados de movernos libremente. Añaden,
como decía yo al comenzar esta discusión,
que es inútil, para hacerse un gran orador,
conocer la naturaleza de lo bueno y de lo justo,
ni las cualidades naturales o adquiridas de los
hombres; que, sobre todo, ante los tribunales
debe cuidarse poco de la verdad, sino solamente
de la persuasión; que a persuadir deben
dirigirse todos los esfuerzos, cuando se quiere
hablar con arte; que hay casos en que debe evitarse
exponer los hechos como pasaron, si lo verdadero
cesa de ser probable, para presentarlos de una
manera plausible sea en la acusación o
en la defensa; que, en una palabra, el orador
no debe tener otro norte que la apariencia, sin
cuidarse para nada de la realidad. He aquí,
dicen ellos, los artificios, que, aplicándose
a todos los discursos, constituyen la retórica
entera.
Fedro
Has expuesto muy bien, Sócrates, las opiniones
de los que se suponen hábiles en el arte
oratorio; recuerdo en efecto, que precedentemente
hemos hablado algo sobre esto; estos famosos maestros
miran este sistema como el colmo del arte.
Sócrates
Conoces a fondo a tu amigo Tisias; que él
mismo nos diga si por verosimilitud entiende otra
cosa que lo que parece verdadero a la multitud.
Fedro
¿Podría definírsela de otra
manera?
Sócrates
Habiendo descubierto esta, regla tan sabia, que
es el principio del arte, Tisias ha escrito que
un hombre débil y valiente que es llevado
ante el tribunal por haber apaleado a hombre fuerte
y cobarde, y por haberle robado la capa o cualquiera
otra cosa, no deberá decir palabra de [338]
verdad, lo mismo que hará el robado. El
cobarde no confesará que ha sido apaleado
por un hombre más valiente que él;
el acusado probará que estaban solos, y
se aprovechará de esta circunstancia para
razonar así: débil como soy, ¿cómo
era posible que yo me las hubiera con un hombre
tan fuerte? Este, replicando, no confesará
su cobardía, pero buscará algún
otro subterfugio, que dará quizá
ocasión a confundir a su adversario. Todo
lo demás es por este estilo, y he aquí
lo que ellos llaman hablar con arte. ¿No
es así, Fedro?
Fedro
Así es.
Sócrates
En verdad, para descubrir un arte tan misterioso,
ha sido preciso un hombre muy hábil, ya
se llame Tisias o de cualquier otro modo, y cualquiera
que sea su patria; pero, amigo mío, ¿no
podríamos dirigirle estas palabras?
Fedro
¿Qué palabras?
Sócrates
Antes que tú, Tisias, hubieses tomado la
palabra, sabíamos nosotros que la multitud
se deja seducir por la verosimilitud a causa de
su relación con la verdad, y ya antes habíamos
dicho que el que conoce la verdad sabrá
también en todas circunstancias encontrar
lo que se le aproxima. Si tienes alguna otra cosa
que decirnos sobre el arte oratorio, estamos dispuestos
a escucharte; si no, nos atendremos a los principios
que hemos sentado, y si el orador no ha hecho
una clasificación exacta de los diferentes
carácteres de sus oyentes, si no sabe analizar
los objetos, y reducir enseguida las partes que
haya distinguido a la unidad de una noción
general, no llegará jamás a perfeccionarse
en el arte oratorio, en cuanto cabe en lo humano.
Pero este talento no le adquirirá sin un
inmenso trabajo, al cual no se someterá
el sabio por [339] miramiento a los hombres, ni
por dirigir sus negocios, sino con la esperanza
de agradar a los dioses con todas sus palabras
y con todas sus acciones en la medida de las fuerzas
humanas. No, Tisias, y en esto puedes creer a
hombres más sabios que nosotros, no es
a sus compañeros de esclavitud a quienes
el hombre dotado de razón debe esforzarse
en agradar, como no sea de paso, sino a sus amos
celestes y de celeste origen. Cesa, pues, de sorprenderte,
si el circuito es grande, porque el término
a donde conduce es muy distinto que el que tú
imaginas. Por otra parte, la razón nos
dice que por un esfuerzo de nuestra libre voluntad
podemos aspirar, por la senda que dejamos indicada,
a resultado tan magnífico.
Fedro
Muy bien, mi querido Sócrates; pero, ¿será
dado a todos tener esta fuerza?
Sócrates
Cuando el fin es sublime, todo lo que se sufre
para conseguirlo no lo es menos.
Fedro
Ciertamente.
Sócrates
Basta ya lo dicho sobre el arte y la falta de
arte en el discurso.
Fedro
Sea así.
Sócrates
Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia
que pueda haber en lo escrito. ¿No es cierto?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
¿Sabes cuál es el medio de hacerte
más acepto a los ojos de Dios por tus discursos
escritos o hablados? [340]
Fedro
No, ¿y tú?
Sócrates
Puedo referirte una tradición de los antiguos,
que conocían la verdad. Si nosotros pudiésemos
descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaríamos
aún de que los hombres hayan pensado antes
que nosotros?
Fedro
¡Donosa cuestión! Refiéreme,
pues, esa antigua tradición.
Sócrates
Me contaron que cerca de Naucratis{31}, en Egipto,
hubo un Dios, uno de los más antiguos del
país, el mismo a que está consagrado
el pájaro que los egipcios llaman Ibis.
Este Dios se llamaba Teut{32}. Se dice que inventó
los números, el cálculo, la geometría,
la astronomía, así como los juegos
del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.
El rey Tamus reinaba entonces en todo aquel país,
y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que
los griegos llaman Tebas egipcia, y que está,
bajo la protección del Dios que ellos llaman
Ammon. Teut se presentó al rey y le manifestó
las artes que había inventado, y le dijo
lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios.
El rey le preguntó de qué utilidad
sería cada una de ellas, y Teut le fue
explicando en detalle los usos de cada una; y
según que las explicaciones le parecían
más o menos satisfactorias, Tamus aprobaba
o desaprobaba. Dícese que el rey alegó
al inventor, en cada uno de los inventos, muchas
razones en pro y en contra, que sería largo
enumerar. Cuando llegaron a la escritura:
«¡Oh rey!, le dijo Teut, esta invención
hará a los [341] egipcios más sabios
y servirá a su memoria; he descubierto
un remedio contra la dificultad de aprender y
retener{33}. —Ingenioso Teut, respondió
el rey, el genio que inventa las artes no está
en el caso que la sabiduría que aprecia
las ventajas y las desventajas que deben resultar
de su aplicación. Padre de la escritura
y entusiasmado con tu invención, le atribuyes
todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella
no producirá sino el olvido en las almas
de los que la conozcan, haciéndoles despreciar
la memoria; fiados en este auxilio extraño
abandonarán a caracteres materiales el
cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro
habrá perdido su espíritu. Tú
no has encontrado un medio de cultivar la memoria,
sino de despertar reminiscencias; y das a tus
discípulos la sombra de la ciencia y no
la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden
aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán
ya por sabios, y no serán más que
ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios
insoportables en el comercio de la vida.»
Fedro
Mi querido Sócrates, tienes especial gracia
para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo
lo harías de todos los países del
universo, si quisieras.
Sócrates
Amigo mío, los sacerdotes del santuario
de Júpiter en Dodona, decían que
los primeros oráculos salieron de una encina.
Los hombres de otro tiempo, que no tenían
la sabiduría de los modernos, en su sencillez
consentían escuchar a una encina o a una
piedra{34}, con tal que la piedra o la encina
dijesen verdad. Pero tú necesitas saber
el [342] nombre y el país del que habla,
y no te basta examinar si lo que dice es verdadero
o falso.
Fedro
Tienes razón en reprenderme, y creo que
es preciso juzgar la escritura como el tebano.
Sócrates
El que piensa transmitir un arte, consignándolo
en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de
éste, como si estos caracteres pudiesen
darle alguna instrucción clara y sólida,
me parece un gran necio y seguramente ignora el
oráculo de Ammon, si piensa que un escrito
pueda ser más que un medio de despertar
reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto
de que en él se trata.
Fedro
Lo que acabas de decir es muy exacto.
Sócrates
Este es, mi querido Fedro, el inconveniente, así
de la escritura como de la pintura; las producciones
de este último arte parecen vivas, pero
interrogadlas, y veréis que guardan un
grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos
escritos; al oírlos o leerlos creéis
que piensan; pero pedidles alguna explicación
sobre el objeto que contienen y os responden siempre
la misma cosa. Lo que una vez está escrito
rueda de mano en mano, pasando de los que entienden
la materia a aquellos para quienes no ha sido
escrita la obra, y no sabiendo, por consiguiente,
ni con quién debe hablar, ni con quién
debe callarse. Si un escrito se ve insultado o
despreciado injustamente, tiene siempre necesidad
del socorro de su padre ; porque por sí
mismo es incapaz de rechazar los ataques y de
defenderse.
Fedro
Tienes también razón.
Sócrates
Pero consideremos los discursos de otra especie,
hermana [343] legítima de esta elocuencia
bastarda; veamos cómo nace y cómo
es mejor y más poderosa que la otra.
Fedro
¿Qué discurso es y cuál es
su origen?
Sócrates
El discurso que está escrito con los caracteres
de la ciencia en el alma del que estudia, es el
que puede defenderse por sí mismo, el que
sabe hablar y callar a tiempo.
Fedro
Hablas del discurso vivo y animado, que reside
en el alma del que está en posesión
de la ciencia, y al lado del cual el discurso
escrito no es más que un vano simulacro.
Sócrates
Eso mismo es. Dime: un jardinero inteligente que
tuviese semillas que estimara en mucho y que quisiese
ver fructificar, ¿las plantaría,
juiciosamente en estío en los jardines
de Adonis{35}, para tener el gusto de verlas convertidas
en preciosas plantas en ocho días?, o más
bien, si tal hiciera, ¿podría ser
por otro motivo que por pura diversión
o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto
a tales semillas, seguiría indudablemente
las reglas de la agricultura, y las sembraría,
en un terreno conveniente, contentándose
con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
Fedro
Seguramente, mi querido Sócrates, él
se ocuparía de las unas seriamente, y respecto
a las otras lo miraría como un recreo.
Sócrates
Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello
y de lo bueno, ¿tendrá, según
nuestros principios, menos [344] sabiduría
que el jardinero en el empleo de sus semillas?
Fedro
Yo no lo creo.
Sócrates
Después de depositarlas en agua negra,
no irá a sembrarlas con el auxilio de una
pluma y con palabras incapaces de defenderse a
sí mismas e incapaces de enseñar
suficientemente la verdad.
Fedro
No es probable.
Sócrates
No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará
sus conocimientos en los jardines de la escritura
para divertirse; y formando un tesoro de recuerdos
para sí mismo, llegado que sea a la edad
en que se resienta la memoria, y lo mismo para
todos los demás que lleguen a la vejez,
se regocijará viendo crecer estas tiernas
plantas; y mientras los demás hombres se
entregarán a otras diversiones, pasando
su vida en orgías y placeres semejantes,
él recreará la suya con la ocupación
de que acabo de hablar.
Fedro
Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento,
si se le compara con esos vergonzosos placeres,
el ocuparse de discursos y alegorías{36}
sobre la justicia y demás cosas de que
tú has hablado.
Sócrates
Sí, mi querido Fedro. Pero es aún
más noble ocuparse seriamente, auxiliado
por la dialéctica y tropezando con un alma
bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia
discursos capaces de defenderse por sí
mismos y defender al que los ha sembrado, y que,
en vez de ser estériles, germinarán
y producirán en otros corazones otros [345]
discursos que, inmortalizando la semilla de la
ciencia, darán a todos los que la posean
la mayor de las felicidades de la tierra.
Fedro
Si, esa ocupación es de más mérito.
Sócrates
Ahora que ya estamos conformes en los principios,
podemos resolver la cuestión.
Fedro
¿Cuál?
Sócrates
Aquella, cuyo examen nos ha conducido al punto
que ocupamos, a saber: si los discursos de Lisias
merecían nuestra censura, y cuáles
son en general los discursos hechos con arte o
sin arte. Me parece que hemos explicado suficientemente
cuándo se siguen las reglas del arte, y
cuándo de ellas se separan.
Fedro
Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.
Sócrates
Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto
sobre el que se habla o escribe; antes de estar
en disposición de dar una definición
general y de distinguir los diferentes elementos,
descendiendo hasta sus partes indivisibles; antes
de haber penetrado por el análisis en la
naturaleza del alma, y de haber reconocido la
especie de discursos que es propia para convencer
a los distintos espíritus; dispuesto y
ordenado todo de manera que a un alma compleja
se ofrezcan discursos llenos de complejidad y
de armonía, y a un alma sencilla discursos
sencillos, es imposible manejar perfectamente
el arte de la palabra, ni para enseñar
ni para persuadir, como queda bien demostrado
en todo lo que precede.
Fedro
En efecto, tal ha sido nuestra conclusión.
[346]
Sócrates
¿Pero qué?, sobre la cuestión
de si es lícito o vergonzoso pronunciar
o escribir discursos, y bajo qué condiciones
este título de autor de discursos puede
convertirse en un ultraje, lo que hemos dicho
hasta aquí, no nos ha ilustrado suficientemente?
Fedro
Explícate.
Sócrates
Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha
compuesto o llega a componer un escrito sobre
un objeto de interés público o privado,
si ha redactado leyes, que son, por decirlo así,
escritos políticos, y si piensa que hay
en ellos mucha solidez y mucha claridad, no sacará
otro fruto que la vergüenza que tendrá,
dígase lo que se quiera. Porque ignorar,
sea dormido, sea despierto, lo que es justo o
injusto, bueno o malo, ¿no sería
la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud
toda entera nos cubriera de aplausos?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Pero supóngase un hombre que piensa que
en todo discurso escrito, no importa sobre qué
objeto, hay mucho superfluo; que ningún
discurso escrito o pronunciado, sea en verso,
sea en prosa, debe mirársele como un asunto
serio, (a la manera de aquellos trozos que se
recitan sin discernimiento y sin animo de instruir
y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto,
los mejores discursos escritos no son más
que una ocasión de reminiscencia, para
los hombres que ya saben; supóngase que
también cree que los discursos destinados
a instruir, escritos verdaderamente en el alma,
que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno,
son los únicos donde se encuentran reunidas
claridad, perfección y seriedad, y que
tales discursos son hijos legítimos de
su autor; primero, los que él mismo [347]
produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros,
que nacen en otras almas sin desmentir su origen;
y supóngase, en fin, que tal hombre no
reconoce más que estos y desecha con desprecio
todos los demás; este hombre podrá
ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser
como él.
Fedro
Sí, yo lo deseo, y así lo pido a
los dioses.
Sócrates
Basta de diversión sobre el arte de hablar;
y tú vas a decir a Lisias, que habiendo
bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las
musas, hemos oído discursos ordenándonos
que fuésemos a decir a Lisias y a todos
los autores de discursos, después a Homero
y a todos los poetas líricos o no líricos,
y, en fin, a Solon y a todos los que han escrito
discursos del género político, bajo
el nombre de leyes, que si, componiendo estas
obras, alguno de ellos está seguro de poseer
la verdad, y si es capaz de defender lo que ha
dicho, cuando se le someta a un serio examen,
y de superar sus escritos con sus palabras, no
deberá llamarse autor de discursos, sino
tomar su nombre de la ciencia a la que se ha consagrado
por completo.
Fedro
¿Qué nombre quieres darles?
Sócrates
El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece
que sólo conviene a Dios mejor les vendría
el de amigos de la sabiduría, y estaría
más en armonía con la debilidad
humana.
Fedro
Lo que dices es muy racional.
Sócrates
Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha
escrito y compuesto con despacio, atormentando
su pensamiento y añadiendo y quitando sin
cesar, nosotros les dejaremos los nombres de poetas,
y de autores de leyes y de discursos. [348]
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Cuéntaselo todo esto a tu amigo.
Fedro
¿Pero tú qué piensas hacer?,
porque tampoco es justo que te olvides de tu amigo.
Sócrates
¿De quién hablas?
Fedro
Del precioso Isócrates, ¿qué
le dirás?, ¿o qué diremos
de él?
Sócrates
Isócrates es aún joven, mi querido
Fedro; sin embargo, quiero participarte lo que
siento respecto a él.
Fedro
Veamos.
Sócrates
Me parece que tiene demasiado ingenio, para comparar
su elocuencia con la de Lisias, y tiene un carácter
más generoso. No me sorprenderá,
que, adelantando en años, sobresalga en
la facultad que cultiva, hasta el punto de que
sus predecesores parecerán niños
a su lado{37}, y que poco contento de sus adelantos,
se lance a ocupaciones más altas por una
inspiración divina. Porque hay en su alma
una disposición natural a las meditaciones
filosóficas{38}. He aquí lo que
yo tengo que anunciar de parte de los dioses de
estas riberas a mi amado Isócrates. Haz
tú otro tanto respecto a tu querido Lisias.
[349]
Fedro
Lo haré, pero marchémonos, porque
el aire ha refrescado.
Sócrates
Antes de marchar, dirijamos una plegaria a estos
dioses.
Fedro
Lo apruebo.
Sócrates
¡Oh Pan demás divinidades de estas
ondas!, dadme la belleza interior del alma, y
haced que el exterior en mí esté
en armonía con esta belleza espiritual.
Que el sabio me parezca siempre rico; y que yo
posea sólo la riqueza que un hombre sensato
puede tener y emplear.
¿Tenemos que hacer algún otro ruego
más? Yo no tengo más que pedir.
Fedro
Haz los mismos votos por mí; entre amigos
todo es común.
Sócrates
Partamos.
———
{1} Lisias nació en Atenas en 459 y murió
en 379, antes de Jesucristo; perteneció
al partido democrático y fue desterrado
a Megara durante la oligarquía. Ésta
condenó a muerte a su hermano Polemarco
y a su cuñado Dionisidoro.
{2} Casa llamada así de uno llamado Moriquia.
{3} Sócrates tenía poca simpatía
por la democracia ateniense, y así se burla
de los oradores populares.
{4} Este Heródico era médico.
{5} Sócrates andaba habitualmente descalzo,
y sólo se ponía sandalias en convites
o actos semejantes. (Véase el Banquete.)
{6} Es sabido que hay dos sistemas de exégesis
religiosa: 1º, el sistema de los racionalistas
que acepta los hechos de la historia religiosa,
reduciéndolos a las proporciones de la
historia humana y natural (hipótesis objetiva);
2º, el sistema de los mitológicos, que
niega a estas historias toda realidad histórica,
y no ve en estas leyendas sino mitos, producto
espontáneo del espíritu humano y
de las alegorías morales y metafísicas
(hipótesis sujetiva). Este capítulo
de Platón nos prueba la existencia de la
exégesis racionalista 400 años antes
de JC.
{7} Sócrates profesaba el mayor respeto
a las leyes religiosas de su país, pero
cuando la religión estaba en pugna con
la moral, sacrificaba la religión. (Véase
a Eutifron.) Sócrates era reformador en
moral y conservador en religión, cosa insostenible.
A una nueva moral correspondía una nueva
religión, y esto hizo el cristianismo,
que Sócrates preparó sin presentirlo.
{8} Cada uno de los arcontes juraba, al posesionarse
del cargo, consagrar a Delfos su propia estatua,
si se dejaba corromper.
{9} Estatua de Júpiter, que los descendientes
de Cipselos [276] consagraron a Olimpo, conforme
al voto que habían hecho, si recobraban
el poder soberano en Corinto.
{10} L?????, quiere decir armoniosa.
{11} Los ligurienses, pueblo de la alta Italia.
{12} Alusión a un juego, en el que para
saber quién era el perseguidor y quién
el perseguido, se arrojaba al aire una concha
blanca por un lado y negra por otro.
{13} Ninguno de los autores antiguos explica lo
que era el demonio de Sócrates, y esto
hace creer que este demonio no era otra cosa que
la voz de su conciencia, o una de esas divinidades
intermedias con que la escuela alejandrina pobló
después el mundo. Con esto coincide el
dicho de Séneca: en el corazón de
un hombre de bien, yo no sé qué
Dios, pero habita un Dios.
{14} Véase la Oda de Safo.
{15} Alusión al verso 65 del canto III
de la Iliada.
{16} Proverbio ateniense.
{17} Zenón de Elea, el amigo de Parménides,
porque poseía la ciencia universal como
Palámedes. (El Escoliasta.)
{18} «Las cigarras».
{19} Los griegos dicen que Pan es hijo de Penélope
y de Hermes. (Herodoto, lib. II, núm. 145.)
{20} El autor de la vida de Homero atribuye este
epitafio a este poeta. Pero Diógenes Laercio
se apoya en el testimonio de Simónides
para achacarlo a Cleobulo.
{21} Estos dos procedimientos son la definición
y la división.
{22} El método analítico, como dice
Platón, comprende el análisis, como
punto de partida, y la síntesis, como término.
Va de la unidad a la multiplicidad, después
sube de la multiplicidad a la unidad; he aquí
el análisis.
{23} Homero, Odissea, 1. V, 193. L. VII, 38.
{24} Los reyes de Persia y Lacedemonia.
{25} Aristóteles, Retórica, III,
16.
{26} Prodico de Julis, en la isla de Ceos, discípulo
de Protágoras, condenado a beber la cicuta
algún tiempo después de la muerte
de Sócrates.
{27} Protágoras de Abdera, discípulo
de Demócrito (489-408 antes de JC), acusado
de impiedad por los atenienses, huyó en
un barquichuelo y pereció en las aguas.
fue legislador de Turio.
{28} Aristóteles en su Retórica,
(III, 1) habla de la habilidad de Trasimaco de
Calcedonia para conmover a los jueces, y del libro
que escribió para excitar a la compasión.
{29} Platón emplea con intención
como elogios las injurias que el vulgo dirigía
a Sócrates y sus adversarios los sofistas.
{30} Séneca, Cartas a Lucilio, 65.
{31} Ciudad del Delta sobre el brazo canópico
del Nilo.
{32} Cicerón, De natura deorum, 22, 56.
{33} Eurípides, en el Palámedes,
llama a las letras remedio contra el olvido.
{34} Locución proverbial tomada de Homero,
Iliada, XXII, 126. Odisea, XIX, 163.
{35} Véase la segunda parte de las Siracusanas.
(Teócrito, XV idilio.)
{36} Alusión a los mitos de los diálogos.
{37} Isócrates, nacido en 436, emigró
a Quios en 404 antes de JC durante la tiranía
de los treinta. Se dejó morir de hambre
después de la batalla de Queronea.
{38} Véase la traducción de este
trozo en Cicerón, Orator, c. XII.Proyecto
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Patricio de Azcárate · Obras completas
de Platón
Madrid 1871, tomo 2, páginas 261-349
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trabajo y generosidad por su publicación
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