Homero
La
Ilíada
Antes de empezar a leer
La Ilíada (1)
Alfonso
Reyes
LA
ILÍADA y la Odisea se consideran como las
principales obras de Homero, aquélla un
poco anterior a ésta. Algunos las tuvieron
por obras de dos diferentes autores; otros, por
obras colectivas que recogen composiciones de
varios poetas. La personalidad de Homero es vaga
y escurridiza, no hay datos suficientes sobre
su persona; y las evidencias interiores de los
poemas, sin duda a causa de las interpolaciones
sufridas por los viejos textos, nos remiten a
épocas distintas. Según los mejores
testimonios y las inferencias más prudentes,
Homero es uno —a pesar de las corrupciones
o adulteraciones de los poemas—, se lo puede
situar en los años de 700 a. c. Probable
nativo de Quíos, es autor sucesivamente
de las dos grandes epopeyas, pero no de los treinta
y tres llamados Himnos Homéricos o de los
Epigramas Homéricos, ni del perdido poema
burlesco Margites que aun le atribuía Aristóteles
y cuyo héroe cómico “sabía
muchas cosas pero todas las sabía mal”,
ni de la Batrachornyomachia o Batalla de las ranas
y los ratones, que anuncia e inspira de muy lejos
la Gatomaquia del moderno Lope de Vega.
Punto de partida para los orígenes conocidos
de la literatura occidental—lo anterior
se deshace en varias conjeturas y frases alusivas—
tanto la lengua como la métrica, reducida
a hexámetros, el contenido arqueológico
y la estética
La lengua de Homero es una lengua poética,
artificial, que no se habló nunca, y está
construida con la mezcla de varios dialectos griegos,
sobre la base del jónico y el eólico
predominantes. Algunos quieren explicarlo sugiriendo
que la diferenciación de estos dialectos
aún no era tan marcada en aquella época
como llegó a serlo en la Grecia histórica.
Otros quieren explicarlo arguyendo que tal vez
los poemas —compuestos en todo caso por
las islas o litorales de la Grecia asiática—
se destinaban a una población muy mezclada.
Se ha dicho de esta lengua que, como Atenea en
el desembarco de Ítaca, tiene la apariencia
de un pastorcillo que fuera hijo de reyes, por
cuanto su acre dureza deja adivinar muchos siglos
de sabiduría.
Aunque ya existía la escritura, a manera
de guía mnemónica, los poemas eran
aprendidos de memoria por los rapsodas o recitadores
que se educaban a este fin en colegios especiales,
y sin duda añadían versos por su
cuenta para halagar a los príncipes en
cuyas cortes se iban deteniendo a fin de divertir
a los señores. Así se ganaban la
vida. Si los juglares de la Edad Media recitaban
para el pueblo y ante el pueblo en las rutas de
los peregrinos que iban a los grandes santuarios,
los rapsodas homéricos recitaban para los
magnates y capitanes, en las salas de los monarcas.
El estilo de las epopeyas antiguas y el de las
medievales deja sentir naturalmente la diferencia
de los auditorios respectivos a que se destinan.
La Ilíada es más rigurosa y rectilínea
en su composición y corresponde mejor a
una saga épica. La Odisea, más elástica,
combina en vaivén cuentos, tradiciones,
relatos folklóricos y posee ya un carácter
en cierto modo novelístico. La primera
se refiere a la lucha de los pueblos aqueos —Grecia
continental y parte de la insular— contra
los teucros o troyanos que poseían la entrada
de los Estrechos y, al margen del Helesponto (ribera
asiática), habían levantado ya varias
ciudades de Ilión o Troya de que la sexta
corresponde a la epopeya homérica. Los
teucros contaban con numerosos aliados entre los
pueblos vecinos. El asedio de Troya por los aqueos
dura diez años, y la Ilíada sólo
nos presenta un breve fragmento de este largo
periodo. La Odisea, por su parte, es uno de los
muchos nostoi o poemas de los retornos, y nos
cuenta el regreso de Odiseo o Ulises —uno
de los héroes de la Ilíada—
a la tierra de Ítaca, de que es monarca,
después de la guerra troyana. Este regreso
dura otros diez años, y Penélope,
la fiel esposa de Odiseo, lo espera a lo largo
de esos veinte años de ausencia, asediada
de pretendientes que, dando por muerto a Odiseo,
quieren apoderarse de su reino, y cuya impaciencia
ella logra detener con algún recurso ingenioso.
Hay que penetrarse de que Homero es un poeta “arqueológico”.
Pinta un pasado que lo precede en unos cuatro
siglos, y la Ilíada es, con respecto a
la guerra troyana que nos describe, lo que sería
hoy un poema sobre Cortés y la
conquista de México. Aun pueden rastrearse
en la Ilíada algunos leves anacronismos.
Por supuesto, los posibles rasgos históricos
se enredan con los imaginarios. Así pues,
cuando se dice “la época homérica”,
hay que distinguir bien la época en que
vivió el poeta y compuso su poema, de la
época a que tal poema se refiere. La crítica
generalmente usa el término en este segundo
sentido, puesto que se aplica sobre todo al poema
sobre la guerra troyana, mucho más que
a la incierta vida de Homero.
Pues bien, la época homérica en
este segundo sentido —la que pinta Homero—
nos ofrece el espectáculo de una sociedad
de tipo “feudal”: cada príncipe
o barón (basileús) posee un Estado
y una corte de vasallos propios, a los que gobierna
a través de un consejo de ancianos o personas
mayores, y ocasionalmente mediante una asamblea
de hombres libres, de acuerdo con ciertas tradiciones,
leyes no escritas, cierta jurisprudencia oral
de anteriores juicios (thémistes), cuya
preservación depende de su autoridad y
su cuidado.
No puede decirse que haya un gobierno central,
y la supremacía de Agamemnón sobre
los demás príncipes en la Ilíada
acaso es una reminiscencia de la época
en que existía tal gobierno, algo como
un Imperio en pequeña escala. Pero Agamemnón
sólo es amo de los ejércitos aqueos
para el objeto de la guerra y por voluntad de
los diferentes príncipes que lo han aceptado
como general en jefe. Ninguno ha abdicado de su
respectiva soberanía. Así se explica
el pasajero “aislacionismo” de Aquiles,
que nadie pudo reprocharle como una traición.
Además, las ideas de entonces no correspondían
exactamente a las nuestras.
La cultura de la época es una cultura de
transición y revela el paso del bronce
al hierro. El hierro es ya bien conocido, pero
se lo usa de preferencia para labores agrícolas
y aún no se ha descubierto el arte de templarlo.
Hay instrumentos de hierro, pero sólo en
las más rudas formas: hachas, azadones;
excepcionalmente, las flechas de Pándaro.
En cambio, lanzas y espadas, que requieren filo
o puntas agudas, son de bronce.
En otros aspectos sociales, se notan mezclas de
lo nuevo y lo viejo: la compra de la novia y el
sistema de la novia con dote matrimonial coexisten
todavía, como dicen que aún se ve
en los campos de Albania.
Homero siente ya que en la raza humana ha comenzado
la decadencia. Los hombres no valen ya lo que
valían sus predecesores. La influencia
cretense empieza también a menguar, y la
arqueología no corresponde ya exactamente
a la llamada era micénica.
II
Para mejor entender la Ilíada, es indispensable
recordar los antecedentes de la saga troyana y
aun los sucesos que han de acontecer después
del poema de acuerdo con la tradición.
La Ilíada sólo nos da luz sobre
un pequeño instante sublime en este inmenso
cortejo de episodios legendarios. Pero ¿qué
pasó antes y después? He aquí
los antecedentes de la guerra, según los
entendía la imaginación de los griegos:
Los poetas posthoméricos, autores de los
llamados Poemas Cíclicos, compusieron una
serie de epopeyas que completan y enlazan el asunto
de la Ilíada y el de la Odisea, para contarnos
en su integridad la saga o leyenda troyana, que
entonces hacía veces de historia. Aunque
los Poemas Cíclicos se han perdido en su
mayoría, con los fragmentos que nos quedan
y con lo que espigamos aquí y allá
en el resto de la literatura greco-romana podemos
reconstruir tal leyenda, legado de la Edad Heroica
anterior a la historia escrita.
Dárdano, hijo de Zeus —el dios máximo—
y de la Pléyade Electra, fundó una
colonia que llevó su nombre, Dardania,
en la Tróada, región noroccidental
del Asia Menor, bañada al norte por el
Helesponto y al oeste por el Mar Egeo. Su nieto
fue Tros, de quien los troyanos derivaron su patronímico.
Tuvo tres hijos: Ilo, Asáraco y Ganimedes.
Este último, por orden de Zeus, fue transportado
al Olimpo a garras de un águila para servir
de escanciano en las comidas de los dioses. A
cambio de Ganimedes, Zeus obsequió a Tros
unas famosísimas yeguas. De Ilo y de Asáraco
proceden dos ramas rivales. De Ilo, en sucesivas
generaciones, vienen Laomedonte, Príamo
—viejo rey de Troya en la Ilíada—
y los hijos de éste, singularmente Héctor,
jefe de las armas troyanas, y Paris, a quien tanto
debe la poesía, pues sin sus desmanes no
hubieran existido los Poemas Homéricos.
De Asáraco provienen sucesivamente Capis,
Anquises y Eneas, guerrero que ya también
figura en la Ilíada. Ilo fundó la
ciudad de Ilión, “la ventosa Ilión”,
que no en vano queda a la orilla del Helesponto.
De suerte que “troyanos” e “ilianos”
vienen de dos antecesores de la real familia de
Tróada. Homero usa indistintamente Ílios
y Troíee. La forma neutra Ílion
sólo una vez ocurre en Homero, pero luego
se volvió usual. Los poetas romanos preferían
decir “Troya”, porque Ilium no acomoda
bien en sus versos o hexámetros dactílicos.
Homero llama “dardanios” a los descendientes
de Asáraco, la rama menor, la rama de los
pretendientes derrotados. Junto a ellos, Homero
llama a los de la rama reinante, indistintamente,
“teucros” o troyanos. (Teucro fue
un rey del Helesponto con cuya hija Batiea o Arisbe
se casó Dárdano, si bien en la Ilíada
figura un guerrero llamado casualmente “Teucro”,
que es enemigo de los teucros.) Y a los occidentales
sitiadores de Troya les llama de varios modos:
“aqueos” —Acaya fue una región
griega, y también el nombre de toda Grecia—;
“argivos” —Argos y Argólide,
también regiones griegas o Grecia en general—;
“dánaos”, por Dánao,
antecesor mítico relacionado con la leyenda
de la Argos Micénica. Naturalmente, junto
a los rivales por excelencia —digamos aqueos
y troyanos—, Homero no olvida a los “aliados”
de Troya, pueblos asiáticos de distinto
origen y lengua y que se enumeran sumariamente
en la rapsodia II. Adviértase que la palabra
“griegos” es de difusión posthomérica.
Homero habla una sola vez de los “panhelenos”,
término más antiguo, y sólo
llama “helenos” a los de la tierra
de Aquiles, la Argos Pelásgica.
Pero volvamos a la leyenda. Bajo Laomedonte, con
ayuda de los dioses olímpicos Posidón
y Apolo a quienes Zeus impuso por castigo (pues
los dioses, al principio, eran algo desobedientes)
el servir como maestros de obras a las órdenes
de un mortal—, se alzaron los muros de Troya.
Acabada la obra, Laomedonte se negó a pagarles
el trabajo (pues los “héroes”
o semidioses solían ser muy altivos y caprichosos).
En venganza, Posidón envió un monstruo
marítimo para desolar y diezmar la población.
Sólo se aplacaría su furia si el
rey le entregaba a su hija Hesíone. Laomedonte
ofreció como recompensa, al que acabara
con ese monstruo, las yeguas que Zeus le había
obsequiado. Nadie se atrevía, y ya Laomedonte
se preparaba a hacer entrega de su hija Hesíone,
cuando apareció Héracles —el
héroe providencial y justiciero que acabaría
por ser recibido como dios olímpico—
quien dio muerte al monstruo y puso fin a las
calamidades.
Pero Laomedonte, siempre pérfido, no quiso
pagar a Héracles la recompensa ofrecida,
la famosa caballada de Zeus. Y Héracles,
después de esperar en vano algún
tiempo, volvió a Troya, saqueó la
ciudad —primer saqueo troyano, antecedente
del que Homero nos cuenta—, dio muerte a
Laomedonte y a la mayoría de su familia,
y casó a Hesíone con Telamón,
el más bravo de sus tenientes.
Príamo, hijo de Laomedonte, pudo salvarse,
heredó el trono y se casó con Hécabe
o Hécuba. De ella y de sus concubinas tuvo
doce hijas y cincuenta hijos. Entre sus hijos,
los más eminentes, amén de los ya
mencionados Héctor y Paris o Alejandro,
son Deífobo, Héleno, Troilo, Polites
y Polídoro; entre las hijas hay que recordar
sobre todo a Laódice, la más hermosa,
Políxena —a quien leyendas posthoméricas
atribuyen amores con el jefe enemigo Aquiles—
y Casandra, la profetisa cuyas profecías
nadie quiso escuchar. Pues tal castigo le impuso
Apolo, el amo de los profetas, porque ella rechazó
sus importunidades y galanteos, y Apolo, abiéndole
antes concedido el dón de la adivinación,
no podía ya arrebatárselo.
Los adivinos, en vísperas del nacimiento
de Paris, anunciaron que el hijo por nacer causaría
la destrucción de Troya. Y cuando éste
vino al mundo, quedó expuesto o abandonado
en el Monte Ida, con la idea de dejarlo morir.
(La exposición de infante fue durante siglos
un horrendo crimen muy frecuente.) Unos pastores
recogieron a Paris, llamado también Alejandro,
y más tarde sus padres Príamo y
Hécuba de nuevo lo recibieron en su hogar.
Paris se desposó con Enone y tuvo de ella
un hijo, Corito.
Entretanto que así se multiplicaba la prole
de Príamo, Zeus había decretado
la Guerra Troyana, para aliviar la sobrepoblación
del mundo: eco poético y mítico
de la crisis efectiva que, haciendo insuficiente
el antiguo sistema de la agricultura patriarcal,
lanzó a los precursores de los helenos
a fundar colonias en las islas egeas y el Asia
Menor, disputando el suelo a los nativos, de lo
cuál en cierto modo es eco la Ilíada.
Para provocar esta guerra, Zeus se valió
de un medio singular. Hizo celebrar en Tesalia
—Grecia del norte— las bodas del rey
Peleo con la Nereida Tetis, ninfa marina. Pero
a la boda concurrió una persona no invitada:
Eris, la Discordia. Digamos de paso que tal matrimonio
fue una medida precautoria contra la posibilidad
de que la codiciada Tetis —a quien mucho
tiempo cortejaron Zeus y Posidón—
diera a luz un ser más poderoso que todas
las deidades, si llegaba a unirse con un dios.
Así lo tenía decretado el destino,
pero sólo Temis y su hijo Prometeo —casta
de los viejos Titanes anteriores a los Dioses
Olímpicos— sabían que la diosa
en cuestión era Tetis, y tardaron siglos
en revelar el secreto. (Pues ya se sabe que, por
“relatividad einsteiniana”
el tiempo entre los Inmortales se cuenta por miles
de años.)
Agraviada, pues, Eris, porque no se la contó
entre los comensales, trajo consigo a la ceremonia
nupcial una manzana con una inscripción
que decía: “Para la más hermosa.”
Y la lanzó en mitad del festejo. Al instante
tres diosas quisieron disputarse aquel verdadero
premio de belleza: Hera (esposa legítima
de Zeus), Atenea y Afrodita. Escogieron por árbitro
a cierto joven pastor del Ida que apacentaba sus
novillos al son de la flauta frigia y que era
precisamente Paris-Alejandro, aún no recogido
en el hogar de sus padres. Atenea, para sobornarlo,
le ofreció victorias guerreras; Hera, mando
e imperio sobre los pueblos; y Afrodita le prometió
entregarle a la mujer más bella del mundo:
tema folklórico, de sabiduría popular,
sobre cuál sea el bien más deseable,
como lo encontramos en un pasaje de la Biblia
(Reyes), donde se prueba la prudencia del rey
Salomón.
Pues bien, la mujer más bella del mundo
era Helena, una hija de Zeus y de Némesis
—espíritu de la venganza—,
según antigua versión, y según
versión posterior y más difundida,
hija de Zeus, transformado en cisne, y de Leda,
la mujer del rey Tíndaro. Paris concedió
la manzana a Afrodita, con lo cual atrajo por
lo pronto la inquina de Hera y de Atenea contra
su patria, Troya.
Paris obtuvo el pago prometido en Esparta —la
Esparta arcaica y anterior a los lacedemonios—
donde fue hospitalariamente recibido en el palacio
del rey Menelao, esposo de Helena. Durante una
ausencia de Menelao, quien tuvo que ir a Creta,
Paris enamoró a Helena y la persuadió
de que escapara con él a Troya. Menelao,
guerrero un poco tosco y jefe de pueblos todavía
algo atrasados, mal podía competir a ojos
de Helena con el refinado y gracioso príncipe
troyano, que era además famoso arquero,
capaz de alcanzar
en el aire una flecha con otra, y que tenía
el encanto de lo lejano y de lo exótico.
Helena, además, es desde muy pronto víctima
de un destino amoroso. Aún niña,
había sido raptada por Teseo, el héroe
ateniense, y recuperada por sus hermanos los gemelos
Cástor y Polideuces (Pólux). Como
muchos príncipes la codiciaban, Odiseo
hizo convenir a todos en que ella debía
escoger libremente a su futuro esposo, y todos
sus antiguos pretendientes no sólo respetarían
la decisión de Helena, sino que se juntarían
para defender a su esposo contra todo rival extraño.
Se comprende pues que el rapto de Helena traería
terribles consecuencias. Por lo pronto, Menelao
y Odiseo se presentaron en Troya para solicitar
la devolución de la princesa. Los recibió
hospitaliriamente Antenor, cuñado del rey
Príamo, pero su misión no tuvo éxito,
y ya no quedaba más recurso que la guerra.
III
Llegamos, pues, a la Guerra Troyana, inmensa galería
de que la ilíada sólo nos presenta
un pasaje, destacándolo del conjunto y
como si lo pusiera en la platina del microscopio.
Conozcamos los hechos que inmediatamente precedieron
a esta guerra inolvidable.
Agamemnón, hermano mayor de Menelao, gozaba
de inmensa supremacía sobre varios reinos
e islas. Hizo propio el agravio de Menelao y,
en cumplimiento del pacto de Odiseo, convocó
a los demás reyes y caudillos de Grecia
y las tierras helénicas para rescatar a
Helena. Entre los antiguos pretendientes de ésta,
figura Idomeneo, hijo de Deucalión y nieto
de Minos, a quien ya vemos combatir en la Ilíada
al lado de los aqueos.
Los príncipes aqueos aceptaron el mando
supremo de Agamemnón. Curioso es advertir
que Odiseo, aunque creador del pacto, se hacía
el loco para no concurrir a la guerra, por no
abandonar a Telémaco, su hijo recién
nacido. Pero, descubierto el subterfugio por Palamedes
—su rival en astucia— tuvo que cumplir
su compromiso. Odiseo se vengaría más
tarde haciendo aparecer a Palamedes como un traidor
sobornado por el rey Príamo, y los soldados
aqueos dilapidaron a Palamedes. Odiseo, a su vez
—duplicación de la fábula—
descubrió e hizo cumplir el pacto a Aquiles.
Éste también quería huir
de la guerra disfrazado de mujer entre las hijas
de Licomedes, rey de Esciro, en una de las cuales,
Deidamia, engendró de paso a Neoptólemo.
Aquiles sabía, por el vaticinio de su madre
Tetis, que el intervenir en la Guerra Troyana
acarrearía irremediablemente su muerte.
(Tetis, inmortal, aparece siempre angustiada por
haber dado a luz un hijo mortal.) De igual modo
el adivino Anfiarao (héroe de la saga tebana,
anterior a la troyana) quiso inútilmente
ocultarse para no concurrir al asedio de Tebas,
por saber que esto le costaría la vida.
Una vez convencidos ya los renuentes y concertados
todos los jefes aqueos que habían de concurrir
a la expedición contra los troyanos, hubo
que tomar decisiones administrativas de trascendencia,
pues no había entonces ejércitos
profesionales, sino que los ciudadanos en masa
hacían la guerra; y no los conducía
ningún estratega o general que sólo
tuviera ese oficio —como sucedería
más tarde—, sino que eran capitaneados
por el propio monarca, o si éste era ya
muy viejo —caso de Peleo y Aquiles, caso
de Príamo y Héctor— por su
hijo. Importaba, pues, organizar el interinato
y sustituir en lo posible las funciones de los
que habían de ausentarse.
También la movilización tuvo que
ser discutida largamente. Y desde luego, hubo
que escoger el sitio para la concentración
de los contingentes y las flotas. Algunos comentaristas
se empeñan en demostrar que tal concentración
se llevó a cabo en la isla de Lemnos, frente
a Ilión y sólo separada de la costa
troyana por la isla de Ténedos. Pero los
prácticos saben que la concentración,
las maniobras previas y la preparación
general se cumplen con mayor libertad y
desembarazo desde un poco más lejos. Además,
la Ilíada es terminante y nos dice que
las flotas se reunieron en Aulide, sobre la costa
beocia, frente a la Calcis Euboica, al nordeste
de Grecia. De todos los puertos aqueos, era éste
el mejor provisto y contaba con la vecindad de
las fértiles llanuras beocias y los pastos
de Eubea. Calcis será más tarde,
con Candía (la antigua Creta) el mercado
donde han de ir a proveerse las flotas venecianas,
y luego las turcas. En el fondo de la ancha bahía
hay una fuente donde hicieron aguada los barcos
de Agamemnón.
La movilización no hubiera podido llevarse
a cabo en un solo día para cada país,
ni al mismo tiempo para todos los distintos reinos
aqueos. Los aliados iban llegando por grupos sucesivos,
y el Rey de Reyes, Agamemnón, debió
esperar varios meses a que se le juntaran todos
los contingentes lejanos o retardatarios. En comparación
con la vida actual, aquellos viajes que duraban
meses y años nos parecen exageraciones
poéticas. Y lo son sin duda hasta cierto
punto, pero en menor grado de lo que hoy suponemos.
Todo iba entonces despacio, y todos los plazos
se medían según la locomoción
humana. La navegación de la época,
a vela y a remo, se suspendía por invierno,
la estación muerta. Y esto se aplica aun
a los tiempos clásicos, posteriores a la
Guerra Troyana. Alcibíades, cuando embarca
para su fatal expedición a Sicilia, advierte
a sus compatriotas que no esperen noticias suyas
antes de cuatro meses. El viaje de isla en isla
y de rada en rada era relativamente rápido
durante el buen tiempo: pudo llegarse en cinco
días desde Creta al Nilo (Odisea, XIV).
Pero con el mal tiempo, no quedaba más
que esperar e ir consumiendo con suma prudencia
las provisiones; y cuando sobrevenía una
de aquellas calmas inacabables, entregarse en
medio de las aguas a la voluntad de los dioses.
Odiseo se queda un mes en la isla de Éolo,
otro en la del Sol, donde sus compañeros
acaban por matar las vacas sagradas; y Menelao
y los suyos se ven veinte días varados
en Faros, y hubieran perecido de hambre sin la
ayuda providencial de Proteo. Cuando, siglos después,
San Pablo embarcó rumbo a Roma, la nave
fue arrojada sobre la costa cretense. Era el fin
del otoño, y San Pablo, entendido en viajes,
proponía que permanecieran allí
todo el invierno. Fue desoído, y catorce
días después la nave chocó
en la costa de Malta. Pablo debió esperar
allí los tres meses de invierno, y al fin
embarcó en otra nave que lo llevó
hasta Siracusa. Tras un reposo de tres días,
siguió camino de Regio y Puzol, donde la
comunidad cristiana lo retuvo durante siete días.
Por último, le fue dable llegar a Roma.
Pues no sería, menos entretenido y azaroso
—explica Murray— el viaje de un héroe
homérico, aumentados aún los obstáculos
por lo atrasado de aquellos siglos. Los viajes
eran cosa incierta. Heródoto nos cuenta
una historia digna de la Odisea: —Es el
caso que ciertos samios pensaron trasladarse a
Egipto y fueron arrastrados por el viento hasta
las columnas de Hércules, de donde irían
a descubrir la tierra de Tartesos (IV, 151-4).
Todo lo anterior, el tiempo que se perdió
en la embajada pacífica de Menelao y Odiseo
y los episodios que recordaremos a continuación,
explica que, aunque los dioses habían decretado
ya la ruina de Troya, la expedición se
retardara de suerte que entre el rapto de Helena
y el ataque a Troya transcurrieran diez años.
Ya reunidos los expedicionarios en Aulide, hubo
que disponer lenta y cuidadosamente la base de
aprovisionamientos. Y cuando ya los aqueos se
disponían a zarpar, todavía los
retarda una de aquellas temidas calmas que parecen
intencionadas y malévolas. El mito la interpreta
como una manifestación de la cólera
divina. Y aquí aparece la fábula
de Ifigenia, que se encuentra en uno de los Poemas
Cíclicos, la Cipríada, que es posterior
a Homero y que luego aprovechó el teatro
ateniense.
Según esta fábula, Agamemnón,
en una cacería, dio muerte a una cierva
dentro del coto sagrado de la diosa Ártemis.
Según versión anterior que luego
concluyó en la versión definitiva,
Ártemis se sentía agraviada porque
Agamemnón no satisfacía el voto,
hecho anteriormente, de entregarle en sacrificio
a la más bella criatura nacida en su reino
durante el año. En todo caso, la diosa
atajó el curso de los vientos y exigió
de Agamemnón el inmediato cumplimiento
de su promesa. La más bella criatura del
año resultó ser nada menos que la
princesa Ifigenia, hija de Agamemnón, cuya
resistencia es comprensible. Homero no menciona
todavía esta leyenda, y aun considera a
Ifigenia viva durante la Guerra Troyana, si ‘Ifigenia’
es la ‘Ifianasa’ mencionada en la
Ilíada. Homero, en efecto, dice que Agamemnón,
para contentar a Aquiles reñido con él
desde el comienzo del poema, le ofrece en matrimonio
a cualquiera de sus tres hijas: Crisótemis,
Laódice o Ifianasa. Más tarde, los
trágicos llaman a estas tres princesas
Crisótemis, Electra e Ifigenia.
Para aplacar, pues, a la diosa Ártemis,
según la fábula que sólo
aparece después de Homero como hemos dicho,
se convino en sacrificar a Ifigenia y se la hizo
venir de Argos a Áulide con pretexto de
desposarla con Aquiles (que ignoraba este embuste).
Cuando se descargó sobre el cuello de Ifigenia
el hacha del sacrificio, Ártemis la “escamoteó”
o sustrajo prontamente, puso en su lugar a una
cierva, y a Ifigenia y la transportó milagrosamente
hasta un santuario que tenía en Táuride
(Crimea), norte del Ponto Euxino o Mar Negro,
para hacerla su sacerdotisa. Este asunto dará
argumento a la tragedia de Eurípides llamada
Ifigenia en Aulide. La cruel historia pudo predisponer
a la esposa de Agamemnón y madre de Ifigenia,
Clitemnestra, quien, ayudada más tarde
por el despechado Egisto, preparó la celada
en que ha de caer Agamemnón cuando vuelva
de Troya. El caso recuerda el mito de Atamas y
Frixo, en Orcomenos, y también ha sido
comparado al de Abraham e Isaac, y aun se pretende
que pudo haber una transmisión directa
de la historia; pues se sabe por el profeta Oseas
que, a principios del siglo VIII a. c., los fenicios
vendían a los jonios —griegos del
Asia Menor— prisioneros judíos.
Las flotas se hacen a la vela. Y aquí sobreviene
otro lamentable incidente. Los navíos llegan
a la isla de Lemnos, merodean por Lesbos y entran
a la Tróada por la región de Crisa.
Consta, en efecto, que desde muy pronto los aqueos
venden prisioneros troyanos al rey de Lemnos,
Euneo, hijo de Jasón y de Hipsípile.
Pero sucedió que en Lemnos uno de los jefes
aqueos, el heredero del arco y las flechas de
Héracles, el príncipe Filoctetes,
fue mordido por una serpiente. La haga era horripilante
y hedionda, y el herido se quejaba sin cesar a
gritos como el Amfortas de la leyenda artúrica
(recuérdese el Parsifaal de Wagner). Y
sus compañeros abandonaron despiadadamente
a Filoctetes en la isla de Lemnos, lo cual —según
luego veremos— fue otra de las causas que
retardaron la caída de Troya. La triste
vida de Filoctetes en aquella región desierta
ha sido contada por Sófocles en la tragedia
a que dio el nombre del héroe.
Y nos acercamos a la Guerra de Troya, cuyo derrumbe
los dioses vienen retardando por medio de todos
los incidentes ya descritos, como si se complacieran,
en morosa delectación, contemplando de
lejos la perspectiva del futuro desastre y reservando
voluptuosamente el postre de su festín.
Aún faltará vencer otro obstáculo,
y no es el menor: la heroica resistencia del jefe
de las armas troyanas, a quien los antiguos gramáticos
han querido llamar ‘Darío’
y a quien el poeta llama ‘Héctor’:
“el que ataja”. Pues algunos de los
nombres homéricos traen sentido oculto.
Los principales: ‘Paris’ o ‘Alejandro’:
“el que mantiene lejos al enemigo”,
sin duda por sus certeras flechas; el Generalísimo
aqueo, ‘Agamemnón’; “el
que manda a distancia”, el que se extiende
e invade; ‘Aquiles’, el que precipita
la derrota troyana, es “el que encierra
o estrangula pueblos”; y en cuanto a la
causa ocasional de la guerra, ‘Helena’,
es “la raptada”, la belleza que nadie
posee en propiedad y todos se arrebatan.
Muerto Héctor, aguerrido defensor de Troya
—aunque nunca creyó en el triunfo
troyano y sólo peleaba por deber, héroe
nobilísimo—, aqueos y troyanos reclutaron
nuevas fuerzas y reorganizaron sus planes estratégicos,
hasta donde lo consentía la invisible mano
del Destino, misterioso poder que estaba por sobre
los dioses mismos y en quien vagamente se configura
ya la imagen del Dios Unico y Omnipotente.
De Tracia acudió la reina Pentesilea con
una compañía de sus compatriotas,
las mujeres guerreras o Amazonas, pero cayó
bajo el puño del implacable Aquiles. Él
mismo se conmovió al contemplar el cadáver
de la hermosa reina, y como el feo y miserable
Tersites se burlara de sus lágrimas —el
mismo Tersites que ya, en la Ilíada, por
insolente, se gana una tunda de Odiseo—,
Aquiles, en un arrebato de furia, le dio muerte
de un puñetazo.
El capitán aliado que muere poco después
en el combate a manos de Aquiles fue Memnón,
hijo de Eos, Diosa de la Aurora. Por fin el mismo
Aquiles, aunque sólo era vulnerable en
el talón, fue muerto de un flechazo que
le lanzó Paris, por especial designio de
Apolo. Cuando la famosa armadura de Aquiles, obra
de Hefesto, fue otorgada por los aqueos a Odiseo,
Áyax —que creía merecerla
y enloqueció de despecho— acabó
suicidándose. Éste es el tema del
Ayax, tragedia de Sófocles. Se cuenta que
Áyax (o Ayante), en su locura, aniquiló,
como ‘Don Quijote’, una manada de
carneros, tomándolos por enemigos. Y en
la Odisea vemos que ni en el otro mundo Áyax
quiere reconciliarse con Odiseo o resignarse a
que se lo haya desposeído de las armas
de Aquiles.
Un hijo de Príamo, Héleno, que era
vidente, cayó preso en una emboscada de
Odiseo —prueba de que éste, con su
sola sutileza humana, podía más
que el inspirado troyano— y reveló
a los aqueos que Troya sólo sería
vencida cuando Filoctetes, el guerrero abandonado
en Lemnos, y Neoptólemo, el hijo de Aquiles
a quien también se llama Pirro, tomaran
parte en el combate. Los aqueos, con ayuda de
Neoptólemo y del indispensable Odiseo,
el héroe de los mil recursos, se apresuraron
entonces a traer a Filoctetes, quien, una vez
asistido por el médico militar Macaón,
logró tender en el campo a Paris usando
para eso el arco y las flechas de Héracles.
La esposa legítima de Paris, Enone, a quien
éste había abandonado por Helena,
era la única que tenía el poder
de curarlo; pero, en su despecho, se negó
a hacerlo, aunque después, arrepentida,
ella misma se dio la muerte y quiso unírsele
en el otro mundo. Neoptólemo, llegado de
la isla de Esciro, logra entonces expulsar del
campo a los troyanos —guerrero digno de
su padre— y los obliga a encerrarse en su
ciudad fortificada.
El próximo objetivo de los aqueos era apoderarse
del Paladión, imagen de Palas Atenea que
se custodiaba en Troya desde hacía varias
generaciones y era presente de la misma diosa
o bien de Zeus. La presencia de esta imagen
aseguraba la inmunidad de Troya, y Héleno
había prevenido de ello a los aqueos. Hay
que advertirlo: Héleno estaba ya resentido
contra sus compatriotas porque, después
de muerto Paris, no quisieron entregarle a Helena,
cuya belleza, como se ve, sigue haciendo estragos
para uno y para otro lado. Odiseo logró
astutamente penetrar en Troya disfrazado de mendigo
y apoderarse del Paladión, ya solo o ya
ayudado por Diomedes, su digno compañero
en otras proezas, donde aquél siempre es
el ingenio inventivo, y éste más
bien el aguerrido ejecutor. Helena reconoció
al instante a Odiseo, pero no lo denunció
a los troyanos, pues, ya arrepentida, su corazón
estaba por los aqueos.
Quedaba el camino libre para la caída de
Troya, la cual se cumplió al fin mediante
la estratagema de aquel enorme Caballo de Palo,
con el vientre hueco, aconsejado por Atenea y
ejecutado por el artífice Epeo. Con su
carga de guerreros escondida en el vientre, el
Caballo fue abandonado a la vista de la ciudad
enemiga, en pleno campo de batalla, a modo de
ofrenda a la diosa Atenea o al marítimo
Posidón (con cuyo culto se relaciona muy
de cerca el caballo) para que concediese a los
aqueos un seguro regreso a sus países nativos.
Pues, por lo visto, los aqueos, ante la tenaz
resistencia de Troya, abandonaban la partida.
Pero lo cierto es que, en vez de dirigirse a Grecia,
simplemente se refugiaron en la cercana isla de
Ténedos, para esperar que su compañero
Sinón les hiciera la señal convenida.
En tanto, el consejo troyano estaba dividido respecto
a lo que convenía hacer con el Caballo
de Palo. Y sucedió que el sacerdote de
Posidón, Laocoonte, propuso que el Caballo
fuera destruido, y aun le asestó un golpe.
Al instante salieron del mar dos enormes serpientes
que le dieron muerte en compañía
de sus hijos, lo que fue interpretado naturalmente
como un reproche de los dioses. Y así fue
que los troyanos introdujeran jubilosamente en
su ciudad al funesto Caballo, considerándolo
trofeo de guerra, entre las delirantes
protestas de la no escuchada Casandra. Una vez
dentro de Troya, los guerreros ocultos salieron
del vientre del Caballo en medio de la noche,
y Sinón hizo la señal convenida
a las tropas que esperaban en Ténedos,
encendiendo al caso una fogata. Los guerreros
aqueos que ya andaban subrepticiamente por las
calles de la nocturna Troya abrieron las puertas
de los muros, las tropas entraron y sobrevino
el saqueo, derrumbe e incendio de la altiva fortaleza
de Príamo. Helena, a quien Menelao no tuvo
ánimos para castigar, fue recogida por
él y reinstalada en su trono de Esparta
(la Esparta arcaica anterior a los lacedemonios),
donde la Odisea nos la presenta como una dama
respetable y respetada por todos, de cuyo pasado
nadie quiere acordarse.
IV
Consideremos ahora el asunto mismo de la Ilíada.
Aunque el texto se halla a la vista del lector,
conviene ayudar a éste con algunos análisis
y observaciones para guiarlo por entre los vericuetos
de la epopeya.
Como ya se sabe, la Ilíada no cuenta toda
la Guerra Troyana, todo el sitio de Ilión,
sino sólo los episodios consiguientes a
“la cólera de Aquiles” o su
riña con Agamemnón, que ocupan cincuenta
y un días en el décimo y último
año de la campaña. Tanto la toma
de la ciudad como la muerte de Aquiles caen ya
fuera del poema, y también caen fuera todos
los antecedentes a que antes nos hemos referido.
Según decía Aristarco, la Ilíada
se suspende cuando se adivina ya el final del
asedio. Con todo, Goethe parece tener razón
al sospechar que el poema pudo concluir con la
muerte de Aquiles, ya profetizada por el corcel
Janto y por Héctor. O tal vez el sentimiento
nacional no soportó que el poema terminara
con aquella imagen de vencimiento que nos pinta
un fragmento antiguo: “Yacían bajo
la ciega racha de polvo los poderosos miembros,
miserablemente esparcidos, y olvidado el carro
de guerra.”
Las flotas aqueas han llegado al suelo troyano.
El primero en saltar a tierra fue Protesilao,
y al instante cayó muerto de un flechazo
anónimo, según Homero, o de un lanzazo
de Héctor según versión más
antigua, o por una flecha de Paris según
la versión más reciente. La viuda
de Protesilao (‘Laodamia’ para unos,
y para otros ‘Polidora’) sufrió
tanto que los dioses le devolvieron por tres horas
al esposo desaparecido. Cuando éste murió
definitivamente, ella se suicidó, con el
ánimo de seguirlo hasta el otro mundo,
historia romántica si las hay, a la que
Wordsworth ha consagrado un poema.
RAPSODIA 1. La peste, la querella y la indignación
de Aquiles. Al comenzar la epopeya los griegos
se hallan en plenas operaciones guerreras, algo
fatigados tras tantos años de asedio inútil,
nostálgicos de su tierra y, para colmo,
diezmados por las enfermedades. El “derrotismo”
cunde subrepticiamente por las filas aqueas.
Durante sus primeras correrías por las
escalas del viaje y los alrededores de Troya,
han tenido que proveerse de alimentos, y los jefes,
de concubinas. Agamemnón se apoderó
en Crisa de Criseida, hija de Crises, sacerdote
de Apolo. En la toma de Lirneso (Bresa, Lesbos),
otra escaramuza del camino, Aquiles se adueña
de Briseida.
De pronto se declara una peste en el campamento
aqueo. El adivino Calcas explica que Apolo castiga
así a los aqueos, por haber ultrajado Agamemnón
a Crises, sacerdote apolíneo, rabándole
a su hija y negándose a devolvérsela.
Arrepentido Agamemnón, manda que Criseida
sea devuelta a su padre, a instancias de Aquiles;
pero, para compensarse, despoja a Aquiles de su
esclava Briseida. Aquiles, iracundo por el atentado
contra su honor más que llevado de celos
amorosos —aunque el amor no está
ausente en sus sentimientos— acusa a Agamemnón
ante la asamblea de guerreros con una furia que
es el primer tema y el tema fundamental y subyacente
de toda la epopeya (altercado o néikos).
Se declara arrepentido de haber cooperado con
sus mirmidones al sitio de Troya, se niega a seguir
combatiendo y se recluye en sus barracas, al extremo
del campamento. Huelga de armas caídas
entre los guerreros mirmidones, que pasan los
días entreteniéndose como pueden.
Las consecuencias son de dos órdenes: las
humanas y las divinas. Las humanas: los troyanos,
envalentonados por la ausencia de Aquiles y sus
tropas, se atreven a salir de su ciudadela y ponen
a los aqueos en trance difícil. Las consecuencias
divinas son el reflejo en el Olimpo de la disensión
de los caudillos. También los dioses se
han dividido. A su vez, celebran una asamblea,
reflejo a lo divino de la asamblea terrestre.
La diosa Tetis, madre de Aquiles, invocada por
éste entre gemidos y lágrimas, obtiene
de Zeus que el agravio causado a su hijo tenga
por inmediato desquite una derrota de los aqueos,
nuevo motivo que, sumado a los ya descritos, viene
a retardar la caída de Troya.
RAPSODIA II. El sueño, la prueba, el catálogo
de las naves y la enumeración de las fuerzas
de los teucros y sus aliados. La acción
del poema, desde esta rapsodia hasta la X, no
obedece a un plan muy claro y aun ofrece algunas
contradicciones. La continuación natural
del primer canto sólo se reanuda en el
onceno. a) El sueño: Zeus envía
a Agamemnón un sueño engañoso
prometiéndole la cercana victoria. b) Agamemnón
quiere probar a sus hombres, dándose por
perdido y exhortando a todos a abandonar la guerra,
para luego, por un vuelco patético, enardecerlos
de nuevo animándolos a continuar. Odiseo
detiene a los aqueos cuando ya están de
veras a punto de darse por vencidos y embarcar
de nuevo rumo a Grecia. Nueva asamblea para levantar
los ánimos. Odiseo castiga al “derrotista”
Tersites, única voz popular que se oye
en la Ilíada contra los abusos de los jefes.
c) Sea un fragmento del texto arcaico o una interpolación
posterior, aquí aparece un catálogo
de las fuerzas aqueas y troyanas, documento en
todo caso muy viejo y que nos ilustra sobre la
geografía política en los tiempos
micénicos, base de largos y eruditos estudios.
Se dice que aquí se han deslizado adiciones
intencionadas para halagar orgullos locales o
que revelan las ambiciones imperialistas, por
ejemplo, de Atenas sobre Salamina. La presencia
de pueblos asiáticos entre los aliados
de Troya da al conflicto un carácter intercontinental.
Ya el viejo historiador Heródoto considera
la Guerra Troyana como uno de tantos hitos en
la eterna lucha del Occidente contra el Oriente,
simbolizada en una cadena de raptos (Ío,
Europa, Medea, Helena) y que al cabo parará
en las guerras persas.
RAPSODIA III. Desafío de Paris, Helena
en las murallas, el pacto, el duelo singular,
Paris y Helena, intimación de los aqueos.
a) Paris, armado hasta los dientes, entra teatralmente
en el campo de batalla con aire de reto. Retrocede
al ver acercarse a Menelao. b) Reprendido por
Héctor, Paris propone un duelo singular
entre él y Menelao, que decida entre ellos
dos la suerte de la guerra y la posesión
de Helena y sus riquezas. e) En tanto, suspendido
el combate, de lo alto de las murallas troyanas
Helena nombra a Príamo y describe los jefes
aqueos que se ven en la llanura (“ticoscopía”).
d) Príamo es llamado para celebrar con
los enemigos el pacto y juramento del duelo singular
proyectado. e) Menelao domina manifiestamente
a Paris, pero éste es sustraído
del combate por la diosa Afrodita y depositado
en el lecho de Helena. Sobrevienen recriminaciones
entre ambos, y Helena cede a la fuerza. f) Agamemnón
declara que Menelao ha triunfado y pide a Troya
la devolución de Helena y sus riquezas
y el pago de indemnizaciones de guerra. La rapsodia
es importante para apreciar los caracteres de
los personajes —Héctor, Paris, Menelao
y Helena—, y la “ticoscopía”
o inspección de lo alto de las murallas
posee singular encanto, hace ver que Helena es
admirada y respetada a pesar de todo, y hace ver
la benevolencia y comprensión del anciano
Príamo. Con todo, se aprecia que Helena
no es más que una majestuosa esclava caída
en la “trata de blancas” de los Olímpicos.
RAPSODIA IV. El pacto violado, la revista militar
de Agamemnón y primeros incidentes bélicos.
a) A instancias de Hera, empeñada en la
completa ruina de Ilión (“los dioses
tienen sed”), y para que la guerra no acabe
con el cumplimiento del pacto y la derrota virtual
de Paris, Zeus encarga a Atenea que complique
la situación con algún desmán
del bando troyano. Pándaro, mal aconsejado
por Atenea disfrazada de guerrero, hiere a Menelao
de un flechazo.
b) Agamemnón, indignado ante esta traición,
recorre a pie las filas disponiéndose para
el ya inevitable combate. c) Los primeros incidentes
bélicos cubren el campo de cadáveres.
Los hombres caen atravesados por lanza o flecha,
o bien segados por la daga, “y la oscuridad
envuelve sus ojos”. La muerte es ante todo
una privación de la luz física.
Los muertos, como las avestruces, se hacen invisibles
por cuanto han dejado de ver. d) Adviértanse
los incidentes de la revista militar: Agamemnón
encomia a Idomeneo, jefe cretense; a los dos Áyax,
al anciano Néstor, el veterano de la Ilíada,
siempre buen consejero, y algo gárrulo
como todos los viejos cuando insiste en recordar
las hazañas de su juventud; quiere reprender
a Odiseo, que no se apresuraba por no haber oído
la orden de disponerse a la lucha. Odiseo rechaza
la reprensión, y Agamemnón se disculpa.
Quiere igualmente, en su impaciencia, reprender
al bravo Diomedes y a Esténelo. Aquél
calla disciplinariamente, pero Esténelo
rechaza como injustas las palabras del Rey de
Reyes.
RAPSODIA V. Hazañas de Diomedes. En la
Ilíada hay fragmentos consagrados a las
hazañas individuales de este o de aquel
héroe. Estos apogeos heroicos se llaman
“principalías” o “aristías”.
La aristía de Diomedes domina toda esta
rapsodia y la primer mitad de la siguiente. (La
de Agamemnón ocupa la rapsodia XI; la de
Áyax, la XIII; la de Menelao, la XVII.)
Atenea infunde ánimos a Diomedes, le concede
el dón de reconocer a los dioses que andan
mezclados con los hombres en el campo de batalla,
y lo alienta para que combata contra ellos. Diomedes
retrocede ante Apolo, pero hiere y expulsa del
campo a Afrodita y al propio Ares. Además
de otras proezas, da muerte al flechero Pándaro,
el que violó el pacto, y hiere a Eneas.
Entre los incidentes secundarios, descuella el
encuentro del Heraclida Tlepólemo, nieto
de Zeus, con Sarpedón, hijo de Zeus; y
además, la intervención de Hera
y Atenea por los aqueos, así como Apolo,
Afrodita y Ares han intervenido por los troyanos.
RAPSODIA VI. Adioses de Héctor y Andrómaca.
a) Esta rapsodia continúa la descripción
de las hazañas de Diomedes, desde el instante
en que, con la expulsión de Ares, los combatientes
quedan entregados a sus propias fuerzas. b) Las
damas troyanas piden el favor de Atenea. c) Hermoso
encuentro entre Glauco y Diomedes que, en medio
del combate, y en nombre de la amistad que unió
a sus padres, suspenden la lucha y cambian sus
armas como una prueba
de cordialidad. d) Héctor vuelve por unas
horas a la ciudad, donde su madre y las damas
troyanas imploran a Atenea. e) Héctor encuentra
a Andrómaca en las murallas. Se despiden:
una de las más conmovedoras escenas de
la epopeya. Él sabe que morirá.
Ella lo llora por muerto. Su hijo Astianax, a
quien pronto los aqueos arrojarán de lo
alto de los muros, se asusta y llora ante los
arreos militares de Héctor. Escena de risas
y lágrimas entremezcladas. f) Héctor
y Paris vuelven al combate.
RAPSODIA VII. Combate entre Héctor y Áyax.
a) Llega a su ocaso el largo día de combate
que comenzó en la rapsodia II, con el duelo
singular entre Héctor, jefe troyano, y
Áyax, rey de Salamina. La Ilíada
es una serie de torneos individuales en que se
complace un auditorio experto en los lances de
armas. Ambos contrincantes pelean denodadamente
sin poder tocarse, aunque Áyax domina.
Los heraldos detienen el combate ante la llegada
de la noche “que quiere ser respetada”.
Ambos héroes se cambian presentes y se
elogian caballerescamente al suspender el combate.
b) A la mañana siguiente, aqueos y troyanos
pactan una tregua para incinerar a sus muertos,
y los aqueos levantan un muro de protección
para sus naves. Los troyanos, en tanto, resuelven
devolver las riquezas de Helena, pero no a Helena,
lo que rechazan los aqueos. Éstos reciben
provisiones de Lemnos. Al parecer un día
pasa en la incineración de los muertos,
y otro en levantar el muro aqueo.
RAPSODIA VIII. Batalla interrumpida. En la rapsodia
I, Zeus ha ofrecido a Tetis vengar el agravio
infligido a Aquiles por Agamemnón, permitiendo
algún progreso de las fuerzas troyanas.
A este fin, engaña a Agamemnón con
falsas esperanzas en la rapsodia II. Después,
permite que los dioses mantengan la victoria indecisa,
auxiliando a sus respectivos favoritos. En esta
VIII rapsodia Zeus aparece ya resuelto a obrar
en persona, prohibe las intromisiones divinas,
se instala en el Monte Ida a vigilar los combates
por sí mismo, ahuyenta con sus rayos a
los aqueos, detiene la triunfal carrera de Diomedes
y de Teucro, impide la intervención de
Hera y Atenea, permite que Héctor rechace
a los aqueos y los encierre en su fortaleza. Los
troyanos se sienten sostenidos por Zeus, pero
los detiene la llegada de la noche. Zeus explica
a los dioses sus planes: Héctor seguirá
triunfando hasta que, muerto Patroclo, Aquiles,
para vengarlo, resuelva volver al combate. Entretanto,
los troyanos tienen algún respiro, encienden
fogatas y luminarias nocturnas por precaución,
desuncen los carros, ofrecen sacrificios. Algunos
dormitan junto al fuego. Destellan las aguas junto
al Escamandro.
RAPSODIA IX. Embajada a Aquiles. Agamemnón
decide, ante el mal curso que lleva la guerra,
obtener a toda costa la reconciliación
con Aquiles y el retorno de éste a la guerra.
Le envía entonces una presbía o
embajada de autoridad. La embajada ofrece a Aquiles
valiosos presentes, y aun la devolución
de Briseida. La negativa de Aquiles es una manifestación
de hybris o desmesura, pecado capital entre los
helenos. Aquiles, como ya sabemos, está
condenado a una pronta muerte. Ya, invisible,
la condena se cierne sobre el guerrero, como él
mismo lo reconoce y declara. Sin esta rapsodia,
llena de amenidad, Aquiles, aunque protagonista
de la epopeya, hubiera quedado fuera de escena
entre las rapsodias I y XVI, salvo una rápida
aparición en la X. a) En una asamblea nocturna,
Diomedes, que se ha dejado reprender en silencio
a la hora de la revista militar, aunque la reprensión
era injusta, usa de su derecho y reprende a Agamemnón
por su actitud “derrotista”. Néstor
se contiene para no censurar a Agamemnón
y se limita a pedir ciertas precauciones. b) Durante
la cena de los capitanes, por consejo de Néstor,
Agamemnón accede a intentar una reconciliación
con Aquiles. c) La embajada de Agamemnón
(Áyax y Odiseo al mando de Fénix
—antiguo ayo de Aquiles— y los heraldos
Euríbates y Odio), en vano procura reconciliar
a Aquiles, ofreciéndole presentes, la devolución
de Briseida intacta, siete ciudades, la mano de
una de las hijas de Agamemnón, etc. Los
discursos que entonces se cambian poseen singular
interés: ejercicios de persuasión
oratoria en varios estilos. La embajada regresa,
despechada. Diomedes se indigna ante la actitud
reacia de Aquiles. La discolería de Aquiles
cambia el peso de la Némesis: los platillos
de la balanza, antes en contra de Agamemnón,
mudan de postura.
RAPSODIA X. La Dolonía. Excurso pintoresco:
durante la noche —y como si conviniera al
peso patético del poema compensar el fracaso
de la embajada con alguna proeza— Odiseo
y Diomedes reconocen el campamento enemigo, habiéndose
apoderado de Dolón, espía troyano,
y los dos solos dan muerte a una docena de jefes
enemigos, sorprendiéndolos en pleno sueño,
así como a Reso y a sus tracios, y se apoderan
de unos caballos.
RAPSODIA XI. La gran batalla, tercera que presenciamos
en la Ilíada, va a prolongarse hasta la
rapsodia XIV. Aquí se reanuda el hilo interrumpido
al acabar la rapsodia I, y los críticos
creen reconocer aquí el primitivo estrato
del poema. Es la aristía de Agamemnón
que, habiendo sido herido, tiene que retirarse.
Odiseo pelea denodadamente, y Áyax y Menelao
lo salvan de un cerco de enemigos. Todos van quedando
heridos y se alejan uno tras otro. El último,
Áyax, se defiende palmo a palmo. La acción
bélica ha llegado aquí a su apogeo.
Aquiles envía a su amigo y teniente Patroclo
para pedir nuevas del herido Macaón en
la tienda de Néstor, quien le aconseja
que, puesto que Aquiles se niega a combatir, permita
que Patroclo salga con los mirmidones al
campo, revistiendo los arreos de Aquiles para
atemorizar a los enemigos. De regreso a sus barracas,
Patroclo se detiene a atender a Eurípilo,
otro combatiente maltrecho.
RAPSODIA XII. Lucha junto al muro. Los troyanos
logran replegar a los aqueos, según la
promesa de Zeus a Tetis al comienzo del poema.
Los aqueos se encierran tras el muro que han levantado
en la rapsodia VII. Los troyanos, en cinco poderosas
columnas, llegan hasta el muro, y son dueños
del campo (“Ticomaquia”).
RAPSODIA XIII. Lucha junto a las naves. El empellón
de los troyanos repliega a los aqueos hasta la
misma playa, donde las naves son su última
línea defensiva. Alentados por Posidón
en disfraz humano, los aqueos, en un contra-ataque
desesperado, logran detener a sus perseguidores.
El cretense Idomeneo y Áyax Telamonio,
en una verdadera aristía o apogeo hazañoso,
atajan a Héctor. Otras hazañas:
Deífobo, Eneas, Antíloco, Menelao.
RAPSODIA XIV. Ardid de Hera. Agamemnón,
atemorizado, plantea el desistimiento del sitio
y, como de costumbre, lo rebate Diomedes. Hera,
divina hembra de sacras cóleras y caprichosos
arrebatos, resuelve amparar a los aqueos. Ungida
y perfumada, ataviada con sus mejores lujos, ceñida
con ese famoso e irresistible cinturón
de Afrodita, seduce a Zeus. Éste, ofuscado,
incurre entonces en ese error de masculina jactancia
que los helenistas llaman “el incidente
de Leporello” (alusión al criado
de ‘Don Giovanni’ en Mozart y de ‘Don
Juan’ en El libertino, de Shadwell) y, para
declarar su amor a la diosa, la compara y pone
por encima de todas las hembras que antes ha seducido.
Día —la que después será
esposa de Ixión; Dánae, madre de
Perseo; Europa, la hija de Fénix; Semele,
madre de Dióniso; Alcmena, madre de Héracles;
Latona, madre de Ártemis y Apolo... Al
fin Zeus se adormece en brazos de Hera (Dios apátee,
el despego de Dios) y ella hace que el marítimo
Posidón ayude entretanto a los aqueos,
que al fin rechazan a los troyanos. Héctor,
herido de una pedrada por Áyax, retrocede
de mala gana. ¿Por qué ha sido necesario
adormecer a Zeus para lograr alguna ventaja de
los aqueos? Porque Zeus, en la rapsodia I, ha
ofrecido a Tetis, para vengar a Aquiles, hijo
de la Nereida, agraviado por Agamemnón,
permitir los progresos de las fuerzas troyanas
a fin de que mejor se sienta la falta que hace
Aquiles entre los aqueos. Y esta promesa de Zeus,
que simplemente retarda el inevitable derrumbe
final de Troya, decretado por el destino, aún
no cesa en sus efectos.
RAPSODIA XV. Ofensiva hacia las naves. Desde este
canto hasta el XIX se desenvuelven los episodios
en torno a Patroclo, el segundo de Aquiles, o
“La Patroclea”. La suerte estaba indecisa.
Pero Zeus despierta de su sueño. Enfurecido,
ordena a Posidón que se retire del campo
y manda a Apolo en ayuda de los troyanos. Héctor
—ya recuperado— ataca con redoblado
denuedo a los aqueos. En tanto, Áyax defiende
bravamente las naves y salta de una en otra como
el acróbata de uno en otro caballo. Patroclo,
que salió al campo para recoger noticias
en la rapsodia XI, vuelve a la tienda de Aquiles
dispuesto a convencerlo de que abandone su “aislacionismo”.
RAPSODIA XVI. Muerte de Patroclo. Patroclo obtiene
permiso de Aquiles para concurrir al combate con
algunos de sus hombres, usando, además,
la armadura del propio Aquiles, con lo que se
espantan los troyanos suponiendo que es el propio
jefe de los mirmidones. Los troyanos han comenzado
a incendiar las naves aqueas, cuando Patroclo
logra limpiar el campo y libertar la zona ocupada
por los suyos; pero se aleja demasiado, y aunque
da muerte a Sarpedón, Apolo, invisible,
lo aturde de un golpe en la espalda, Euforbo lo
hiere y Héctor logra darle muerte. El combate
en torno al cuerpo de Sarpedón anuncia
el que ha de librarse poco después en torno
al cuerpo de Patroclo.
RAPSODIA XVII. Aristía de Menelao. En torno
al cuerpo de Patroclo, sobreviene una furiosa
pelea, en que Héctor choca otra vez con
Áyax y en que descuella Menelao por su
bravura. Los aqueos recobran el cadáver
de Patroclo, pero Héctor lo ha despojado
antes de sus armas, las armas de Aquiles, con
que él mismo se reviste para seguir el
combate. Patroclo había llegado al combate
en el carro de Aquiles. Los caballos, que son
inmortales, lloran de dolor al verlo muerto.
RAPSODIA XVIII. Las armas de Aquiles. Estalla
por segunda vez la pasión de Aquiles, y
esta vez al saber la muerte de Patroclo. Su madre
Tetis y un coro de Nereidas acuden a consolarlo.
Decide al fin volver al combate, con el ánimo
de vengar la muerte de su amigo. Desde lejos,
contempla el campo y lanza un tremendo alarido
de ira que espanta a los troyanos. Como sus armas,
que Patroclo había revestido, han quedado
en manos de Héctor, Tetis hace que el dios
herrero, Hefesto, fabrique para él una
nueva armadura. La descripción del escudo
que éste hace para Aquiles es una noble
pieza, cuyos motivos labrados representan la vida
y los usos del pueblo aqueo. Modelo de toda literatura
ulterior sobre objetos de arte imaginarios, inspirará
el poema hesiódico del Escudo de Héracles
y, en la decadencia de las letras griegas, a través
de los íconos o pinturas fingidas de los
Filóstratos, proporcionará uno de
los elementos que contribuyan al nacimiento de
la novela. Los restos de Patroclo vuelven a manos
de Aquiles.
RAPSODIA XIX. “Catástrofe”
o vuelco de pasiones. Poseído de la sed
de venganza, Aquiles acepta el reconciliarse con
Agamemnón. Briseida vuelve a la tienda
de Aquiles y llora sobre el cadáver de
Patroclo. Aquiles reviste su nueva armadura, sube
al carro y habla a sus caballos divinos, Janto
y Bailo (Bayo y Tordillo). El primero, dotado
un instante de habla por especial merced de Hera,
culpa a Apolo del robo de las anteriores armas
de Aquiles, que Patroclo llevaba consigo y han
parado en manos de Héctor, y añade:
“Por hoy, te salvaremos, pero sábete
que los dioses apresuran ya el día de tu
muerte.” Nótese: a) que ya Tetis
ha prevenido a su hijo Aquiles de que, volver
al combate, significará su muerte; b) que,
aunque Aquiles está ansioso por volver
sin más a la pelea, Odiseo recuerda que
es indispensable (según el honor tradicional)
reconciliarse antes formalmente y aceptar el pago
ofrecido por Agamemnón. Agamemnón
ofrece una disculpa pública, declarando
que cometió una injusticia, cegado por
una mala pasión (ate); c) que, como Aquiles
se niega a comer por su estado de dolor y pasión,
Tetis lo alimenta echando en su seno néctar
y ambrosía.
RAPSODIA XX. “La Aquileida” o reaparición
de Aquiles en el combate ocupa de los cantos XX
a XXIV. Aquí empieza la cuarta gran batalla,
en que se mezclan hombres y dioses, aunque éstos
pronto se retiran. Aquiles, azote de muerte para
los troyanos, a quienes barre a su paso, está
a punto de quitar la vida a Eneas, pero Posidón
lo rescata. (Gracias a lo cual, poseemos la Eneida
de Virgilio, poema que no hubiera existido si
la epopeya homérica hace morir a Eneas
en este punto.)
RAPSODIA XXI. a) Los elementos. Aquiles extermina
huestes enteras de troyanos y da muerte a varios
personajes eminentes, entre largos discursos genealógicos
que son el deleite de los comentaristas. Los elementos
mismos participan en la lucha. El río Escamandro
o Janto, ayudado por el Simois, se hincha y desborda
para estorbar el paso de Aquiles y permitir la
huida de algunos troyanos. Pero el fuego de Hefesto
cae entonces sobre el río y hace hervir
y evaporar las aguas. La lucha de los elementos
compromete nuevamente a los dioses, que otra vez
bajan a probar sus armas. b) Teomaquia, ópera
bufa, combate entre los dioses, de marcado sabor
cómico, parangón del pasaje sobre
“los amores de Ares y Afrodita” en
la Odisea. Atenea derriba a Ares de una pedrada.
Y cuando Afrodita, sintiéndose guerrera
(lo que por lo demás corresponde a cierta
tradición muy vetusta y ya borrosa en la
Ilíada) va a proteger a Ares, Atenea le
aplica un formidable golpe en el plexo solar y
la deja desfallecida. Entretanto, la madre Hera
tira de las orejas a Ártemis, y Posidón
y Apolo se contentan con lanzarse denuestos. Tras
el majestuoso descenso de los dioses a la tierra
en la rapsodia XX, este fragmento resulta débil,
y acaso sea una interpolación.
RAPSODIA XXII. Muerte de Héctor. Todos
los troyanos, menos Héctor, han huido de
Aquiles. Desde lo alto de las murallas de Ilión,
Príamo y Hécuba ruegan a su hijo
Héctor que no se enfrente con Aquiles.
Héctor los desoye y espera a su enemigo
a pie firme. Pero de pronto, al verlo acercarse,
poseído de un pavor súbito, echa
a correr, sin percatarse de que se han cerrado
tras él las puertas de la ciudad troyana.
Aquiles lo persigue, “Aquiles de los pies
ligeros”, y Apolo lo ayuda hasta donde puede,
concediéndole también gran agilidad
en la carrera. Uno tras otro, dan tres vueltas
en torno a la ciudadela, y Aquiles logra cortar
a Héctor la retirada. Héctor se
ve obligado así a aceptar el combate, engañado
además por Atenea, que se le acerca fingiendo
la forma de Deífobo, el hermano de Héctor,
y ofreciéndose a protegerlo. Cuando Héctor
ve que Aquiles, tras de fallarle el primer golpe
con la lanza arrojadiza, tiene otra vez la lanza
en la mano, comprende que los dioses están
de por medio y sabe que lo espera la muerte. En
efecto, cae a manos de Aquiles, atravesado por
el cuello, y como aún puede hablar, en
vano le ruega que devuelva su cadáver a
los suyos para recibir las honras fúnebres
indispensables a su eterno descanso. “No
hay tratos con un león —le dice el
enfurecido Aquiles—. Tú y yo no tenemos
ni el derecho de amarnos.” Después,
arrastra en su carro ci cadáver de Héctor,
mientras en Troya se alzan los lamentos desesperados.
RAPSODIA XXIII. Funerales de Patroclo. Aquiles
celebra estos funerales con sacrificios de doce
animales y doce prisioneros troyanos (único
caso de sacrificio humano en la Ilíada),
para que sirvan de cortejo a Patroclo, y entrega
su cabellera a la pira de su amigo. Organiza además
unos verdaderos concursos atléticos con
carreras a pie y en carro, combate de guantelete,
concurso de arco y jabalina, modelo para los futuros
Juegos Olímpicos. Estas celebraciones han
sido reclamadas a Aquiles por el espectro de Patroclo,
que se le aparece en sueños para pedirle
que le rinda los tributos debidos: único
atisbo en la Ilíada de una supervivencia
más que fantasmal de los muertos, y rasgo
que se considera como “pegado” a la
persona de Aquiles por ser éste un tésalo
algo rudo, que aún conserva supersticiones
impropias de los demás nobles helénicos.
RAPSODIA XXIV. Rescate de Héctor. Aquiles,
que ha ultrajado el cadáver de Héctor
arrastrándolo en su carro tres veces en
torno a la pira de Patroclo, continúa haciéndolo
en los días sucesivos, presa de una rabiosa
locura. Pero el cadáver de Héctor
se conserva incólume por voluntad de los
dioses y cuidados que éstos le administran,
tácita protesta contra la iracundia del
héroe. El viejo Príamo, lloroso
y nocturno, conducido por el propio Hermes que
acude, disfrazado, en su ayuda (Hermes es el mensajero
general, e Iris sólo puede atender de día
los mensajes divinos, viajando a través
del arco-iris), afronta los riesgos y se atreve,
entre las tiendas de los aqueos, hasta la barraca
de Aquiles, a quien ruega que le devuelva los
restos de su hijo Héctor. Aquiles que,
al verlo aparecer, da un salto de animal sorprendido,
lo recibe honrosamente, llora con él, sintiendo
que ambos son víctimas y juguetes de un
duro destino, ordena que se le entregue el cadáver
de Héctor, limpio y perfumado, y decreta
doce días más de tregua (lo que
hará trece, pues los griegos comienzan
a contar el día desde el ocaso), para dar
tiempo a las honras fúnebres de los troyanos.
El poema acaba con las exequias de Héctor
en Ilión y las lamentaciones de Andrómaca,
Hécuba y Helena.
Como se ve, la Ilíada reposa sobre las
siguientes bases: la rapsodia I, que determina
la acción del poema; la IX, en que Aquiles,
hasta aquí justificado, comienza a equivocar
su conducta, dando lugar al choque trágico
o conflicto entre dos energías: ni es del
todo vituperable, ni es ya del todo simpático;
en la rapsodia XVI, la testarudez de Aquiles provoca
indirectamente su propio castigo; y en la rapsodia
XXII acontece la verdadera catástrofe.
Otras partes del poema desempeñan diferentes
funciones: la rapsodia III, mantiene la suspensión,
ofreciendo un posible escape a las desgracias
que han de venir; la visita de Héctor a
Ilión es un mero episodio que enriquece
el conjunto; la X complementa la acción,
disipando con una hazaña la atmósfera
de “derro- tismo” entre los aqueos;
la XXIII nos proporciona brillantes retratos de
los varios capitanes griegos, su temperamento
y su conducta fuera de los instantes agudos del
combate o el consejo de guerra; y la XXIV ofrece
un precioso contraste entre la locura colérica
de Aquiles y la magnanimidad de que es capaz cuando
“revienta el absceso patético”.
V
Los homeristas advierten ciertos ritmos y simetrías
numéricas en el poema, acaso meras curiosidades,
pero esta minuciosidad analítica es un
efecto plausible de la verdadera afición.
Ya sabemos que entre el rapto de Helena y el ataque
a Troya pasaron diez años. Otros diez durará
el asedio de Troya, y diez más el regreso
de Odiseo a su reino de Ítaca. Estas alternancias
parecen recursos de buena economía en el
aprovechamiento que el poema hace de la saga tradicional.
Además del ritmo decenario, se advierte
con facilidad un ritmo terciario: tres vueltas
del perseguidor y el perseguido en torno a la
ciudadela fortificada de Troya; tres vueltas diarias
del carro de Aquiles, que arrastra el cadáver
de Héctor en torno a la pira fúnebre
de Patroclo.
Estos dos ritmos (10 y 3) se combinan con el ritmo
de trece:
Diez días dura la peste e incineración
de cadáveres aqueos que preceden a la primera
asamblea; trece días siguen a esta asamblea,
durante los cuales Aquiles se encierra en su tienda
con Patroclo, ya entregado a rumiar su cólera
contra Agamemnón, ya a cantar “hazañas
de los hombres” (epopeyas, cantares de gesta).
Durante trece días, Aquiles arrastra el
cadáver de Héctor en torno al túmulo
de Patroclo. Tras la devolución del cuerpo
de Héctor, los muertos troyanos arden durante
trece días, la tregua decretada por
Aquiles.
Hay seis días intermedios (o sea dos veces
tres), de los cuales el primero y el segundo son
como preparaciones, y en el tercero hay dos duelos.
Después vienen tres días de combate,
seguidos por la muerte de Patroclo. Los viejos
comentaristas se divertían en comparar
esta sucesión de episodios con las diversas
partes de un templo. Pero no conviene que los
sigamos en sus excesos. Estos juegos aritméticos
podrían multiplicarse y nos llevarían
a ver en el poema más de lo que él
contiene y más de lo que le hacía
falta.
No sería justo, en cambio, que nos despidiésemos
de la Ilíada sin observar algunas peculiaridades
del arte homérico. Es muy de notar —y
se lo nota con satisfacción— que,
aunque los troyanos son los enemigos, Homero es
perfectamente cortés para con ellos, y
no incurre en ramplonerías pasionales.
Nos los pinta siempre caballerosos; en verdad,
más que a los aqueos muchas veces. Algo
semejante se advierte en Safo y en Eurípides.
¿Premeditado acierto estético, recurso
para no quitar emoción a la lucha, mostrando
por ejemplo, una superioridad excesiva en uno
de los bandos? ¿Fácil nobleza para
el adversario derrotado, de quien además
nos separan ya varios siglos? ¿O vaga nostalgia
por el pasado de aquella región y por sus
hombres heroicos, nostalgia que se comunico a
las islas del litoral asiático, donde Homero
entona su canto? Hay quien piense que la dignificación
de Héctor —odioso en alguna anterior
versión de la epopeya— es el efecto
de sucesivos retoques; y hay quien considere,
con razón, como una de las maravillas del
poema el hacernos simpatizar con Héctor
fugitivo, con Aquiles cruel y Helena adúltera,
sin por eso perder de vista un solo instante los
ideales de valor, piedad y castidad. Otra maravilla
no menor es la buena economía que, como
lo recomienda Aristóteles, sólo
ha querido aprovechar una sola yeta en aquel enredo
de actos y episodios: la cólera de Aquiles
(contra Agamemnón, contra Héctor)
y sus consecuencias; ni toda la historia de la
guerra troyana, ni tampoco una “Aquileida”
completa: cincuenta y un días en el décimo
año de la guerra. De Aquiles sólo
averiguamos lo esencial para apreciar su estado
de ánimo y los efectos de sus pasiones,
como en una fábula moral. La Ilíada
ni siquiera nos lleva a la caída de Troya.
La mayor parte del poema transcurre en ausencia
del héroe, y el arte vigoroso de Homero
logra, con todo, mantener a Aquiles siempre presente
en nuestra conciencia: nube de tempestad, perpetua
amenaza. Las digresiones que amenizan y sazonan
el poema están siempre presentadas y conducidas
con tino singular, como antecedentes, comentarios,
o futuras consecuencias de la acción general.
Salvo leves y contadísimas excepciones,
en que parece exigirlo así la misma enormidad
de los errores humanos que el poeta refiere, éste
se oculta detrás de sus figuras, apenas
habla por cuenta propia, y cumple así la
regla épica de objetivación, convencido
tal vez de que los señores que lo alquilan
para recitar nada quieren saber de él,
sino de los héroes que canta. Procede,
así, conforme a una técnica ya dramática:
deja que los personajes se pinten solos con sus
palabras y sus actos. Mucho se ha dicho, mucho
queda todavía por decir sobre Homero, y
mucho hay que aprender siempre en sus poemas.
(1)
[Publicado como prólogo a La Ilíada.
México, Porrúa Hnos., 1960 (Colección
“Sepan Cuentos. . .“, 2), pp. IX-XXXIV,
con fecha de “Octubre de 1959”. En
el Diario de Reyes hay numerosos apuntes sobre
el encargo, elaboración y corrección
de este prólogo, por ejemplo el primero:
“Felipe Teixidor me trae una edición
de una colección popular Porrúa
del Periquillo y me pide textos de Odisea e Ilíada
con prologuitos míos ([el de Luis] Segalá
[y Estalella] retocado por Ma. [Rosa] Lida)”;
21 de julio de 1959 (vol. 15, fol. 47). “Hoy
acabé prólogo para la Ilíada
popular de Porrúa”, se lee el 18
de octubre de 1959 (vol. 15, fol. 69). Se ocupó
de este asunto hasta el 21 de diciembre, pocos
días antes de su muerte, 27 de diciembre
de 1959.] de Homero acusan una elaboración
ya muy refinada, fruto de largas evoluciones anteriores,
y en modo alguno corresponden al candor primitivo
que los críticos de antaño creían
encontrar en estos poemas. Ellos son un comienzo
para lo que hoy leemos y conocemos sobre los orígenes
helénicos; pero representan más
bien el remate de una cultura literaria, aunque
luego darán lugar todavía a algunas
imitaciones.
Rapsodias
(versión .html)
I. LA PESTE Y LA CÓLERA
Para
obtener el tomo XIX (formato .pdf):
Alfonso
Reyes, Obras completas vol. XIX,
Los poemas homéricos.
La Ilíada. La afición de Grecia.
Fondo de Cultura Económica. México,
1968, 444 pp.
|