La
Ilíada...
Pero adelanté con
cuidado y prudencia, sin anacronismos, sin deslealtades.
La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra.
En su versión perdida del debate Por la
corona, decía Cicerón: “No
creí necesario traducir palabra por palabra,
pero conservé el valor y la fuerza de todas
ellas: no las conté, sino las pesé.”
Una simple comparación entre mi texto y
las traducciones corrientes explicaría
por sí sola mi propósito. Si no
para fines lingüísticos, mi Homero
podrá ser citado sin peligro para todo
objeto literario, filosófico e histórico.
El que quiera la traducción del filólogo
sabe dónde buscarla. Abundan los libros
de esta índole, y son excelentes. Pero
ellos importan y convienen al estudiante de gramática
griega, no al lector, a quien decididamente ahuyentan
y fatigan. Y malo, muy malo, si se cae en la manía
etimológica, que ya está dando resultados
funestos y falsea la representación que
los mismos griegos tenían de sus vocablos;
pues nadie, en los pueblos civilizados, habla
ni piensa según las etimologías;
nadie se pone a la sombra de una semilla, sino
de un árbol. A lo mejor esa “Atenea
de ojos de lechuza” es sólo una traducción
a medias, como lo sería traducir del alemán
-digamos- ”peso por dentro” y “peso
por fuera”, en vez de “impresión”
y “expresión”.
Butcher y Lang, autoridades en el caso, confiesan
que las modernas versiones en prosa, hijas de
laboriosa erudición y alimentadas con los
resultados de la arqueología, pueden dar
la verdad histórica de Homero, no su verdad
poética. Y en cuanto a las traducciones
castellanas en verso, fácilmente se comprenderá
mi deseo de intentar otra más a mi gusto,
más cercana a los lectores de hoy, y que
tampoco sea una paráfrasis, sino una traducción
verdadera, e informada en el presente estado de
los estudios homéricos. El empeño
nació ante la necesidad de contar con un
texto apropiado para un curso sobre la unidad
artística de la Ilíada en El Colegio
Nacional, y a esto se reducen mis pretensiones.
Se ofrecen muchas dudas y no pocas incertidumbres.
No en vano nuestro poema arranca de hace casi
treinta siglos, fue compuesto en un dialecto literario
y artificial que nunca se habló propiamente;
fue trasmitido en forma oral, sufrió interpolaciones
y variantes, y fue fijado tardíamente.
Su mismo autor a veces parece legendario, a veces
quiere partirse en dos -uno para la Ilíada,
otro para la Odisea-, y a veces se nos deshace
en la onda de un clamor colectivo: las famosas
“ráfagas wolfianas”. Ante tales
dudas e incertidumbres, me he aconsejado, al tiempo
de compulsar el poema, de cuantos comentarios
y traducciones sabias tuve a mi alcance. A estas
autoridades y modelos lo debo todo, salvo la elaboración
personal.
Puestos al verso, ¿por qué no el
hexámetro? En las dimensiones del poema,
temí que ya nadie lo soportara; aparte
de que sería una traducción chapucera,
bárbara, de la antigua cantidad silábica
al acento rítmico moderno. En poemas cortos
y en obra propia, me lo he consentido aquí
y allá, siguiendo, entre otros, a Villegas,
a Carducci, a Caro, a Darío. Con la Ilíada
no me asistía igual derecho. Prescindí
del endecasílabo, bridón de nuestra
“epopeya culta”. Y me pasé
al alejandrino -en cierto modo, lo más
semejante al hexámetro-, que me daba un
molde más amplio que el endecasílabo
y cuya prosapia medieval consta en el Mío
Cid y en el “mester de clerecía”.
El primer pecado de las versiones modernas es
el abuso del espacio. Y se explica: transportar
el verso homérico a las lenguas vivas es
más difícil que encerrar al genio
en la botella. Aunque el castellano posee singulares
elasticidades sintácticas, riqueza léxica
y vigor expresivo difícilmente superables,
carece de ese tesoro de monosílabos que
tanto aligera la lengua imperial de nuestros días;
y como los demás romances, se resiste un
poco a los compuestos. Ambas condiciones hubieran
sido preciosas para la traducción homérica.
Y aun el inglés mismo, enfrentado con los
versos griegos, queda en mala postura. Winnington-Ingram,
en su reciente monografía sobre Eurípides
and Dionysus, necesita una página entera
para diez versos de Las Bacantes. Y véanse
las contorsiones de A. T. Murray en la Ilíada
de la Biblioteca Loeb. Hice, pues, lo que pude,
y acaso me fue mejor que a muchos. Ganando y perdiendo,
he volcado al fin 5 691 hexámetros griegos
en 5 763 alejandrinos castellanos: un déficit
de 72 versos en total.
Llegué a traducir, en alejandrinos sin
rima, casi las dos primeras rapsodias, cerca de
1 400 versos. Después -no sé si
dejándome llevar por el ejemplo de Lugones
en sus fragmentos homéricos- pensé
que la rima cunaba la atención y ayudaba
a la lectura, y lo rehice todo. A veces, usé
la rima interior y de hemistiquio, para no alargar
ociosamente tal o cual verso, por el afán
de dar alcance a la consonancia al cabo de las
catorce sílabas. Y desde luego, en cerca
de seis mil versos, me creí autorizado
a usar con frecuencia las rimas fáciles
o pobres, y a introducir una que otra asonancia
cabal o aproximada, sin lo cual la empresa hubiera
sido inabarcable y la lengua se me hubiera agotado.
Ciertas reiteraciones, aunque me facilitaban la
tarea, no significaban necesariamente un ahorro
de esfuerzo: corresponden por mucho a las repeticiones
y muletillas -quién sabe si, a veces, dotadas
de sentido religioso o ritual- que Homero empleaba,
como las emplean los payadores. Me asombro yo
mismo de que puedan pintarse tantas situaciones
diferentes con tantas palabras iguales.
Pero recuérdese que la antigüedad
siempre usó el verso blanco o sino al revés
de lo que ahora sucede- sólo se consintieron
algunas rimas en la prosa. Muy bien podrá
ser que, si tengo tiempo de seguir el trabajo,
opte en las rapsodias sucesivas por el verso sin
rima, o al menos, sin rima obligatoria.
Entre tanto, al convertir la primera versión
a la que ahora presento, creo haber logrado todavía
mayor apego al original y un fraseo más
ágil. Acaso la ninfa Eco señalaba
la senda: no puedo explicarlo mejor. Cierta justicia
matemática me iba permitiendo acomodar
las unidades poéticas del verso griego
al verso castellano. Al fin y a la postre hay,
entre ambas lenguas, una relación de orbe
cultural, y nuestra mente sigue corriendo por
el cauce de la mente griega. La función
mnemotécnica y respiratoria de estos y
de aquellos versos viene a ser la misma.
No me preocupó el problema onomástico,
no seguí una regla uniforme. Ya por respeto
a la tradición o por razones de gusto,
dejé a algunos personajes el nombre de
evolución latina; para otros, adopté
la forma griega, que de tiempo a esta parte ha
comenzado a preferirse. La prueba de la rapsodia
II resultó singularmente dura. Aquella
enumeración de pueblos, capitanes y barcos
obliga al traductor a verdaderos extremos de humildad,
y acaso impaciente un poco al que no sea un buen
catador y no sepa gustar del solo rumor de los
vocablos. Horacio (Sátiras, I, v) omite
el nombre de una aldea por que no logra acomodarlo
en sus números. Considérese lo que
cuesta sujetar a rima y versos castellanos tan
abundantes nombres homéricos.
Me atreví con ese híspido sublime
que de cuando en cuando deja sentir el poema.
Entre el fragor de los combates, se llaman al
pan, pan, y al vino, vino. La “doliente
viuda” no vale lo que “la viuda de
rostro rasguñado”; ni “el alma
dolorida” vale “el velludo pecho”;
ni “la arañada cutis”, que
alguien dijo, vale “la nalga atravesada”.
¡Estética del cilantro todo ello!
Quiera el desocupado lector con benevolencia este
ensayo y no pretenda leer el poema de un aliento.
Tamaña extensión, y aun la velocidad
del flujo narrativo, aconsejan beberlo a sorbos,
como un licor violento. Para lo cual, siguiendo
la moderna práctica, se lo ha dividido
en breves escenas, aun a trueque de tener que
buscar la rima, una que otra vez, entre un final
y un comienzo. (Ejemplos: III, 383:385: IV, 220:221,
y 420:422.)
Respecto a la autoría de la Ilíada,
carácter y texto del poema, la doctrina
más sana y más nueva puede resumirse
así:
1) Hay un poeta, un Homero, que responde de la
asombrosa unidad artística de la obra,
de su creciente arrastre patético y de
su alto sentido moral.
2) Este poeta trabaja sobre leyendas de larga
tradición, muy difundidas y aun a caso
elaboradas por sus predecesores en poemas más
breves.
3) Los hechos reales e imaginarios que narra la
Ilíada son anteriores a Homero en varios
siglos. De las nueve Troyas superpuestas que se
han descubierto, la sexta parece corresponder
a la Ilíada y se supone destruida entre
1194 y 1184 a. c. Algunos sospechan que Homero
funde en un solo episodio la destrucción
de la sexta Troya y el incendio de la segunda
Troya, acaecido por el año 2 000 a. c.
Homero es situado entre los siglos IX y VII a.
c.
4) Homero aprovecha a su modo los asuntos hereditarios,
los dispone y compone, repite sin duda tal o cual
frase o fórmula consagrada o celebrada,
e inventa, en general, los símiles que
no corresponden a la era micénica, a la
era de la guerra troyana, sino a su propia época.
No es, pues, un mero compilador, sino que ofrece
una nueva redacción poética.
5) Homero escoge, en el conjunto de los temas
que acarrea la saga, uno solo: la cólera
de Aquiles y sus consecuencias. Ni toda la historia
de la guerra troyana, ni tampoco una “Aquileida”
completa. Cincuenta y un días en el décimo
año de la guerra. De Aquiles sólo
averiguamos lo esencial para apreciar su estado
de ánimo y los efectos de su pasión.
La mayor parte del poema transcurre en ausencia
del héroe, y el poeta lo mantiene presente,
como una constante amenaza, mediante una serie
de alusiones. La Ilíada acaba con los funerales
de Héctor, y no nos lleva hasta la caída
de Troya.
6) El poeta añade, por su cuenta, algunos
incidentes que reserva como sorpresa a sus auditorios
y a sus patrones.
7) Añade asimismo algunos elementos de
interpretación. No en modo discursivo,
no hablando por sí, pero a través
de las mismas acciones que nos relata.
8) Añade, también, algunos caracteres,
cuidándose entonces de describirlos o explicarlos
sumariamente; a diferencia de lo que hace para
los personajes ya conocidos, que son objeto de
una simple mención.
9) Por otra parte, procura sazonar la obra con
relatos digresivos, evocaciones y recuerdos de
otras leyendas ajenas a su tema, como para ensanchar
el espacio y el tiempo, envolviendo en imágenes
lejanas el limitado escenario de la Ilíada.
Y lo hace con singular tino, ya insertando estas
digresiones como antecedentes o futuras consecuencias
de su acción principal, ya trayéndolas
al caso con aleccionamientos o ejemplos, etc.
Las constantes reminiscencias de Néstor
son garrulerías de viejo que ayudan a completar
su retrato.
10) Salvo leves y contadísimas excepciones,
en que parece exigirlo así la misma enormidad
de los errores humanos que el poeta refiere, éste
se oculta detrás de sus figuras, cumpliendo
fielmente la regla épica de objetivación,
como convencido de que los señores que
lo alquilan para recitar nada quieren saber de
él, sino de los héroes que canta.
11) Procede, además, conforme a una técnica
ya dramática: deja que los personajes se
pinten solos con sus palabras y sus actos.
12) El poema está redactado en un dialecto
“prejónico”, mezclado de eolio,
ático, etc., con adjetivos compuestos acaso
inventados; obra todo de una tradición
poética que Homero viene a coronar, como
lo hizo Shakespeare para el inglés isabelino.
Hay formas vetustas y prehelénicas que
los mismos homeristas alejandrinos no lograron
ya descifrar.
13) El poema fue redactado para la recitación,
que acaso se hacía con un ligero sonsonete,
sin llegar al canto, y se puntuaba con una especie
de batuta.
14) La Ilíada, a lo largo de las recitaciones
seculares, ha sufrido algunas adaptaciones de
oportunidad, algunas adulteraciones voluntarias
e involuntarias, e interpolaciones de mayor o
menor bulto.
15) La versión canónica de la Ilíada,
fijada siglos después por los críticos
alejandrinos, no difiere en nada esencial del
texto que hoy se acepta. A él corresponden
también con exactitud los motivos tomados
a la Ilíada por los pintores de vasos griegos.
Alfonso Reyes
Cuernavaca, noviembre de 1949.
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