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Obras
completas de Platón
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Patricio de Azcárate, Obras
completas de Platón
Madrid 1871, tomo 1, páginas 49-86
Apología
de Sócrates
Yo no sé, atenienses, la impresión
que habrá hecho en vosotros el discurso
de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso
que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva
ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo
asegurarlo, no han dicho una sola palabra que
sea verdad.
Pero de todas sus calumnias, la que más
me ha sorprendido es la prevención que
os han hecho de que estéis muy en guardia
para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque
el no haber temido el mentís vergonzoso
que yo les voy a dar en este momento, haciendo
ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia,
a menos que no llamen elocuente al que dice la
verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso
que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera;
porque, repito, no han dicho ni una sola palabra
verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca
la pura verdad, no, ¡por Júpiter!,
en una arenga vestida de sentencias brillantes
y palabras escogidas, como son los discursos de
mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y
espontáneo; porque descanso en la confianza
de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe
esperar otra cosa de mí. No sería
propio de mi edad, venir, atenienses, ante vosotros
como un joven que hubiese preparado un discurso.
Por esta razón, la única gracia,
atenienses, que os pido es que cuando veáis
que en mi defensa emplee [50] términos
y maneras comunes, los mismos de que me he servido
cuantas veces he conversado con vosotros en la
plaza pública, en las casas de contratación
y en los demás sitios en que me habéis
visto, no os sorprendáis, ni os irritéis
contra mí; porque es esta la primera vez
en mi vida que comparezco ante un tribunal de
justicia, aunque cuento más de setenta
años.
Por lo pronto soy extraño al lenguaje que
aquí se habla. Y así como si fuese
yo un extranjero, me disimularíais que
os hablase de la manera y en el lenguaje de mi
país, en igual forma exijo de vosotros,
y creo justa mi petición, que no hagáis
aprecio de mi manera de hablar, buena o mala,
y que miréis solamente, con toda la atención
posible, si os digo cosas justas o no, porque
en esto consiste toda la virtud del juez, como
la del orador: en decir la verdad.
Es justo que comience por responder a mis primeros
acusadores, y por refutar las primeras acusaciones,
antes de llegar a las últimas que se han
suscitado contra mí. Porque tengo muchos
acusadores cerca de vosotros hace muchos años,
los cuales nada han dicho que no sea falso. Temo
más a estos que a Anito y sus cómplices{1},
aunque sean estos últimos muy elocuentes;
pero son aquellos mucho más temibles, por
cuanto, compañeros vuestros en su mayor
parte desde la infancia, os han dado de mí
muy malas noticias, y os han dicho, que hay un
cierto Sócrates, hombre sabio que indaga
lo que pasa en los cielos y en las entrañas
de la tierra y que sabe convertir en buena, una
mala causa.
Los que han sembrado estos falsos rumores son
mis más peligrosos acusadores, porque prestándoles
oídos, llegan [51] los demás a persuadirse
que los hombres que se consagran a tales indagaciones
no creen en la existencia de los dioses. Por otra
parte, estos acusadores son en gran número,
y hace mucho tiempo que están metidos en
esta trama. Os han prevenido contra mí
en una edad, que ordinariamente es muy crédula,
porque erais niños la mayor parte o muy
jóvenes cuando me acusaban ante vosotros
en plena libertad, sin que el acusado les contradijese;
y lo más injusto es que no me es permitido
conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción
de un cierto autor de comedias. Todos aquellos
que por envidia o por malicia os han inoculado
todas estas falsedades, y los que, persuadidos
ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos
sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos;
y por consiguiente, para defenderme, os preciso
que yo me bata, como suele decirse, con una sombra,
y que ataque y me defienda sin que ningún
adversario aparezca.
Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas
con dos suertes de acusadores, como os he dicho:
los que me están acusando ha mucho tiempo,
y los que ahora me citan ante el tribunal; y creedme,
os lo suplico, es preciso que yo responda por
lo pronto a los primeros, porque son los primeros
a quienes habéis oído y han producido
en vosotros más profunda impresión.
Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y
arrancar de vuestro espíritu, en tan corto
espacio de tiempo, una calumnia envejecida, y
que ha echado en vosotros profundas raíces.
Desearía con todo mi corazón, que
fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi
apología pudiese servir para mi justificación.
Pero yo sé cuán difícil es
esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión.
Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer
a la ley y defenderse.
Remontémonos, pues, al primer origen de
la acusación, [52] sobre la que he sido
tan desacreditado y que ha dado a Melito confianza
para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué
decían mis primeros acusadores? Porque
es preciso presentar en forma su acusación,
como si apareciese escrita y con los juramentos
recibidos. «Sócrates es un impío;
por una curiosidad criminal quiere penetrar lo
que pasa en los cielos y en la tierra, convierte
en buena una mala causa, y enseña a los
demás sus doctrinas.»
He aquí la acusación; ya la habéis
visto en la comedia de Aristofanes, en la que
se representa un cierto Sócrates, que dice,
que se pasea por los aires y otras extravagancias
semejantes, que yo ignoro absolutamente; y esto
no lo digo, porque desprecie esta clase de conocimientos;
si entre vosotros hay alguno entendido en ellos
(que Melito no me formule nuevos cargos por esta
concesión), sino que es sólo para
haceros ver, que yo jamás me he mezclado
en tales ciencias, pudiendo poner por testigos
a la mayor parte de vosotros.
Los que habéis conversado conmigo, y que
estáis aquí en gran número,
os conjuro a que declaréis, si jamás
me oísteis hablar de semejante clase de
ciencias ni de cerca ni de lejos; y por esto conoceréis
ciertamente, que en todos esos rumores que se
han levantado contra mí, no hay ni una
sola palabra de verdad; y si alguna vez habéis
oído, que yo me dedicaba a la enseñanza,
y que exigía salario, es también
otra falsedad.
No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir
a los hombres, como hacen Gorgias de Leoncio,
Prodico de Ceos e Hippias de Elea. Estos grandes
personajes tienen el maravilloso talento, donde
quiera que vayan, de persuadir a los jóvenes
a que se unan a ellos, y abandonen a sus conciudadanos,
cuando podrían estos ser sus maestros sin
costarles un óbolo.
Y no sólo les pagan la enseñanza,
sino que contraen con ellos una deuda de agradecimiento
infinito. He oído [53] decir, que vino
aquí un hombre de Paros, que es muy hábil;
porque habiéndome hallado uno de estos
días en casa de Callias hijo de Hiponico,
hombre que gasta más con los sofistas que
todos los ciudadanos juntos, me dio gana de decirle,
hablando de sus dos hijos: —Callias, si
tuvieses por hijos dos potros o dos terneros,
¿no trataríamos de ponerles al cuidado
de un hombre entendido, a quien pagásemos
bien, para hacerlos tan buenos y hermosos, cuanto
pudieran serlo, y les diera todas las buenas cualidades
que debieran tener? ¿Y este hombre entendido
no debería ser un buen picador y un buen
labrador? Y puesto que tú tienes por hijos
hombres, ¿qué maestro has resuelto
darles? ¿Qué hombre conocemos que
sea capaz de dar lecciones sobre los deberes del
hombre y del ciudadano? Porque no dudo que hayas
pensado en esto desde el acto que has tenido hijos,
y conoces a alguno? —Sí, me respondió
Callias. —¿Quién es, le repliqué,
de dónde es, y cuánto lleva? —Es
Éveno, Sócrates, me dijo; es de
Paros, y lleva cinco minas. Para lo sucesivo tendré
a Éveno por muy dichoso, si es cierto que
tiene este talento y puede comunicarlo a los demás.
Por lo que a mí toca, atenienses, me llenaría
de orgullo y me tendría por afortunado,
si tuviese esta cualidad, pero desgraciadamente
no la tengo. Alguno de vosotros incidirá
quizá: —Pero Sócrates, ¿qué
es lo que haces? ¿De dónde nacen
estas calumnias que se han propalado contra ti?
Porque si te has limitado a hacer lo mismo que
hacen los demás ciudadanos, jamás
debieron esparcirse tales rumores. Dinos, pues,
el hecho de verdad, para que no formemos un juicio
temerario. Esta objeción me parece justa.
Voy a explicaros lo que tanto me ha desacreditado
y ha hecho mi nombre tan famoso. Escuchadme, pues.
Quizá algunos de entre vosotros creerán
que yo no hablo seriamente, pero estad persuadidos
de que no os diré más que la verdad.
[54]
La reputación que yo haya podido adquirir,
no tiene otro origen que una cierta sabiduría
que existe en mí. ¿Cuál es
esta sabiduría? Quizá es una sabiduría
puramente humana, y corro el riesgo de no ser
en otro concepto sabio, al paso que los hombres
de que acabo de hablares, son sabios, de una sabiduría
mucho más que humana.
Nada tengo que deciros de esta última sabiduría,
porque no la conozco, y todos los que me la imputan,
mienten, y sólo intentan calumniarme. No
os incomodéis, atenienses, si al parecer
os hablo de mí mismo demasiado ventajosamente;
nada diré que proceda de mí, sino
que lo atestiguaré con una autoridad digna
de confianza. Por testigo de mi sabiduría
os daré al mismo Dios de Delfos, que os
dirá si la tengo, y en qué consiste.
Todos conocéis a Querefon, mi compañero
en la infancia, como lo fue de la mayor parte
de vosotros, y que fue desterrado con vosotros,
y con vosotros volvió. Ya sabéis
qué hombre era Querefon, y cuán
ardiente era en cuanto emprendía. Un día,
habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento
de preguntar al oráculo (os suplico que
no os irritéis de lo que voy a decir),
si había en el mundo un hombre más
sabio que yo; la Pythia le respondió, que
no había ninguno. Querefon ha muerto, pero
su hermano, que está presente, podrá
dar fe de ello. Tened presente, atenienses, porque
os refiero todas estas cosas; pues es únicamente
para haceros ver de donde proceden esos falsos
rumores, que han corrido contra mí.
Cuando supe la respuesta del oráculo, dije
para mí; ¿Qué quiere decir
el Dios? ¿Qué sentido ocultan estas
palabras? Porque yo sé sobradamente que
en mí no existe semejante sabiduría,
ni pequeña, ni grande. ¿Qué
quiere, pues, decir, al declararme el más
sabio de los hombres? Porque él no miente.
La Divinidad no puede mentir. Dudé largo
tiempo del sentido del oráculo, hasta que
por último, después de gran trabajo,
me propuse hacer la [55] prueba siguiente: —Fui
a casa de uno de nuestros conciudadanos, que pasa
por uno de los más sabios de la ciudad.
Yo creía, que allí mejor que en
otra parte, encontraría materiales para
rebatir al oráculo, y presentarle un hombre
más sabio que yo, por más que me
hubiere declarado el más sabio de los hombres.
Examinando pues este hombre, de quien, baste deciros,
que era uno de nuestros grandes políticos,
sin necesidad de descubrir su nombre, y conversando
con él, me encontré, con que todo
el mundo le creía sabio, que él
mismo se tenía por tal, y que en realidad
no lo era. después de este descubrimiento
me esforcé en hacerle ver que de ninguna
manera era lo que él creía ser,
y he aquí ya lo que me hizo odioso a este
hombre y a los amigos suyos que asistieron a la
conversación.
Luego que de él me separé, razonaba
conmigo mismo, y me decía: —Yo soy
más sabio que este hombre. Puede muy bien
suceder, que ni él ni yo sepamos nada de
lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay
esta diferencia, que él cree saberlo aunque
no sepa nada, y yo, no sabiendo nada, creo no
saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque
poco más, era mas sabio, porque no creía
saber lo que no sabia.
Desde allí me fui a casa de otro que se
le tenía por más sabio que el anterior,
me encontré con lo mismo, y me granjeé
nuevos enemigos. No por esto me desanimé;
fui en busca de otros, conociendo bien que me
hacia odioso, y haciéndome violencia, porque
temía los resultados; pero me parecía
que debía, sin dudar, preferir a todas
las cosas la voz del Dios, y para dar con el verdadero
sentido del oráculo, ir de puerta en puerta
por las casas de todos aquellos que gozaban de
gran reputación; pero, ¡oh Dios!,
he aquí, atenienses, el fruto que saqué
de mis indagaciones, porque es preciso deciros
la verdad; todos aquellos que pasaban por ser
los más sabios, me parecieron no [56] serlo,
al paso que todos aquellos que no gozaban de esta
opinión, los encontré en mucha mejor
disposición para serlo.
Es preciso que acabe de daros cuenta de todas
mis tentativas, como otros tantos trabajos que
emprendí para conocer el sentido del oráculo.
Después de estos grandes hombres de Estado
me fui a los poetas, tanto a los que hacen tragedias
como a los poetas ditirámbicos{2} y otros,
no dudando que con ellos se me cogería
in fraganti, como suele decirse, encontrándome
más ignorante que ellos. Para esto examiné
las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas,
y les pregunté lo que querían decir,
y cuál era su objeto, para que me sirviera
de instrucción. Pudor tengo, atenienses,
en deciros la verdad; pero no hay remedio, es
preciso decirla. No hubo uno de todos los que
estaban presentes, inclusos los mismos autores,
que supiese hablar ni dar razón de sus
poemas. Conocí desde luego que no es la
sabiduría la que guía a los poetas,
sino ciertos movimientos de la naturaleza y un
entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos;
que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender
nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron
estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí,
que a título de poetas se creían
los más sabios en todas materias, si bien
nada entendían. Les dejé, pues,
persuadido que era yo superior a ellos, por la
misma razón que lo había sido respecto
a los hombres políticos.
En fin, fui en busca de los artistas. Estaba bien
convencido de que yo nada entendía de su
profesión, que los encontraría muy
capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no
podía engañarme. Sabían cosas
que yo ignoraba, y en esto eran ellos más
sabios que yo. Pero, atenienses, los más
[57] entendidos entre ellos me parecieron incurrir
en el mismo defecto que los poetas, porque no
hallé uno que, a título de ser buen
artista, no se creyese muy capaz y muy instruido
en las más grandes cosas; y esta extravagancia
quitaba todo el mérito a su habilidad.
Me pregunté, pues, a mí mismo, como
si hablara por el oráculo, si querría
más ser tal como soy sin la habilidad de
estas gentes, e igualmente sin su ignorancia,
o bien tener la una y la otra y ser como ellos,
y me respondí a mí mismo y al oráculo,
que era mejor para mí ser como soy. De
esta indagación, atenienses, han oído
contra mí todos estos odios y estas enemistades
peligrosas, que han producido todas las calumnias
que sabéis, y me han hecho adquirir el
nombre de sabio; porque todos los que me escuchan
creen que yo sé todas las cosas sobre las
que descubro la ignorancia de los demás.
Me parece, atenienses, que sólo Dios es
el verdadero sabio, y que esto ha querido decir
por su oráculo, haciendo entender que toda
la sabiduría humana no es gran cosa, o
por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo
ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha
valido de mí nombre como un ejemplo, y
como si dijese a todos los hombres: «el
más sabio entre vosotros es aquel que reconoce,
como Sócrates, que su sabiduría
no es nada.»
Convencido de esta verdad, para asegurarme más
y obedecer al Dios, continué mis indagaciones,
no sólo entre nuestros conciudadanos, sino
entre los extranjeros, para ver si encontraba
algún verdadero sabio, y no habiéndole
encontrado tampoco, sirvo de intérprete
al oráculo, haciendo ver a todo el mundo,
que ninguno es sabio. Esto me preocupa tanto,
que no tengo tiempo para dedicarme al servicio
de la república ni al cuidado de mis cosas,
y vivo en una gran pobreza a causa de este culto
que rindo a Dios.
Por otra parte, muchos jóvenes de las más
ricas [58] familias en sus ocios se unen a mí
de buen grado, y tienen tanto placer en ver de
qué manera pongo a prueba a todos los hombres
que quieren imitarme con aquellos que encuentran;
y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha,
porque son muchos los que creen saberlo todo,
aunque no sepan nada o casi nada.
Todos aquellos que ellos convencen de su ignorancia
la toman conmigo y no con ellos, y van diciendo
que hay un cierto Sócrates que es un malvado
y un infame que corrompe a los jóvenes;
y cuando se les pregunta qué hace o qué
enseña, no tienen qué responder,
y para disimular su flaqueza se desatan con esos
cargos triviales que ordinariamente se dirigen
contra los filósofos; que indaga lo que
pasa en los cielos y en las entrañas de
la tierra, que no cree en los dioses, que hace
buenas las más malas causas; y todo porque
no se atreven a decir la verdad, que es que Sócrates
los coge in fraganti, y descubre que figuran que
saben, cuando no saben nada. Intrigantes, activos
y numerosos, hablando de mí con plan combinado
y con una elocuencia capaz de seducir, ha largo
tiempo que os soplan al oído todas estas
calumnias que han forjado contra mí, y
hoy han destacado con este objeto a Melito, Anito
y Licon. Melito representa los poetas, Anito los
políticos y artistas y Licon los oradores.
Esta es la razón porque, como os dije al
principio, tendría por un gran milagro,
si en tan poco espacio pudiese destruir una calumnia,
que ha tenido tanto tiempo para echar raíces
y fortificarse en vuestro espíritu.
He aquí, atenienses, la verdad pura; no
os oculto ni disfrazo nada, aun cuando no ignoro
que cuanto digo no hace más que envenenar
la llaga; y esto prueba que digo la verdad, y
que tal es el origen de estas calumnias. Cuantas
veces queráis tomar el trabajo de profundizarlas,
sea ahora o sea más adelante, os convenceréis
plenamente de que es este el origen. Aquí
tenéis una apología [59] que considero
suficiente contra mis primeras acusaciones.
Pasemos ahora a los últimos, y tratemos
de responder a Melito, a este hombre de bien,
tan llevado, si hemos de creerle, por el amor
a la patria. Repitamos esta última acusación,
como hemos enunciado la primera. Hela aquí,
poco más o menos: Sócrates es culpable,
porque corrompe a los jóvenes, porque no
cree en los dioses del Estado, y porque en lugar
de éstos pone divinidades nuevas bajo el
nombre de demonios.
He aquí la acusación. La examinaremos
punto por punto. Dice que soy culpable porque
corrompo la juventud; y yo, atenienses, digo que
el culpable es Melito, en cuanto, burlándose
de las cosas serias, tiene la particular complacencia
de arrastrar a otros ante el tribunal, queriendo
figurar que se desvela mucho por cosas por las
que jamás ha hecho ni el más pequeño
sacrificio y voy a probároslo.
Ven acá, Melito, dime: ¿ha habido
nada que te haya preocupado más que el
hacer los jóvenes lo más virtuosos
posible?
Melito
Nada, indudablemente.
Sócrates
Pues bien; di a los jueces cuál será
el hombre que mejorará la condición
de los jóvenes. Porque no puede dudarse
que tú lo sabes, puesto que tanto te preocupa
esta idea. En efecto, puesto que has encontrado
al que los corrompe, y hasta le has denunciado
ante los jueces, es preciso que digas quién
los hará mejores. Habla; veamos quién
es.
Lo ves ahora, Melito; tú callas; estás
perplejo, y no sabes qué responder. ¿Y
no te parece esto vergonzoso? ¿No es una
prueba cierta de que jamás ha sido objeto
de tu cuidado la educación de la juventud?
Pero, repito, [60] excelente Melito, ¿quién
es el que puede hacer mejores a los jóvenes?
Melito
Las leyes.
Sócrates
Melito, no es eso lo que pregunto. Yo te pregunto
quién es el hombre; porque es claro que
la primer cosa que este hombre debe saber son
las leyes.
Melito
Son, Sócrates, los jueces aquí reunidos.
Sócrates
¡Cómo, Melito! ¿Estos jueces
son capaces de instruir a los jóvenes y
hacerlos mejores?
Melito
Sí, ciertamente.
Sócrates
¿Pero son todos estos jueces, o hay entre
ellos unos que pueden y otros que no pueden?
Melito
Todos pueden.
Sócrates
Perfectamente, ¡por Juno!, nos has dado
un buen número de buenos preceptores. Pero
pasemos adelante. Estos oyentes que nos escuchan,
¿pueden también hacer los jóvenes
mejores, o no pueden?
Melito
Pueden.
Sócrates
¿Y los senadores?
Melito
Los senadores lo mismo.
Sócrates
Pero, mi querido Melito, todos los que vienen
a las asambleas del pueblo, ¿corrompen
igualmente a los jóvenes o son capaces
de hacerlos mejores? [61]
Melito
Todos son capaces.
Sócrates
Se sigue de aquí, que todos los atenienses
pueden hacer los jóvenes mejores, menos
yo; sólo yo los corrompo; ¿no es
esto lo que dices?
Melito
Lo mismo.
Sócrates
Verdaderamente, ¡buena desgracia es la mía!
Pero continúa respondiéndome. ¿Te
parece que sucederá lo mismo con los caballos?
¿Pueden todos los hombres hacerlos mejores,
y que sólo uno tenga el secreto de echarlos
a perder? ¿O es todo lo contrario lo que
sucede? ¿Es uno solo o hay un cierto número
de picadores que puedan hacerlos mejores? ¿Y
el resto de los hombres, si se sirven de ellos,
no los echan a perder? ¿No sucede esto
mismo con todos los animales? Sí, sin duda;
ya convengáis en ello Anito y tú
o no convengáis. Porque sería una
gran fortuna y gran ventaja para la juventud,
que sólo hubiese un hombre capaz de corromperla,
y que todos los demás la pusiesen en buen
camino. Pero tú has probado suficientemente,
Melito, que la educación de la juventud
no es cosa que te haya quitado el sueño,
y tus discursos acreditan claramente, que jamás
te has ocupado de lo mismo que motiva tu acusación
contra mí.
Por otra parte te suplico, ¡por Júpiter!,
Melito, me respondas a esto. —Cuál
es mejor, ¿habitar con hombres de bien
o habitar con pícaros? Respóndeme,
amigo mío; porque mi pregunta no puede
ofrecer dificultad. ¿No es cierto que los
pícaros causan siempre mal a los que los
tratan, y que los hombres de bien producen a los
mismos un efecto contrario?
Melito
Sin duda. [62]
Sócrates
Hay alguno que prefiera recibir daño de
aquellos con quienes trata a recibir utilidad.
Respóndeme, porque la ley manda que me
respondas. ¿Hay alguno que quiera más
recibir mal que bien?
Melito
No, no hay nadie.
Sócrates
Pero veamos; cuando me acusas de corromper la
juventud y de hacerla más mala, ¿sostienes
que lo hago con conocimiento o sin quererlo?
Melito
Con conocimiento.
Sócrates
Tú eres joven y yo anciano. ¿Es
posible que tu sabiduría supere tanto a
la mía, que sabiendo tú que el roce
con los malos causa mal, y el roce con los buenos
causa bien, me supongas tan ignorante, que no
sepa que si convierto en malos los que me rodean,
me expongo a recibir mal, y que a pesar de esto
insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo?
En este punto, Melito, yo no te creo ni pienso
que haya en el mundo quien pueda creerte. Una
de dos, o yo no corrompo a los jóvenes,
o si los corrompo lo hago sin saberlo y a pesar
mío, y de cualquiera manera que sea eres
un calumniador. Si corrompo a la juventud a pesar
mío, la ley no permite citar a nadie ante
el tribunal por faltas involuntarias, sino que
lo que quiere es, que se llama aparte a los que
las cometen, que se los reprenda, y que se los
instruya; porque es bien seguro, que estando instruido
cesaría de hacer lo que hago a pesar mío.
Pero tú, con intención. lejos de
verme e instruirme, me arrastras ante este tribunal,
donde la ley quiere que se cite a los que merecen
castigos, pero no a los que sólo tienen
necesidad de prevenciones. Así, atenienses,
he aquí una prueba evidente, como os decía
antes, de que Melito [63] jamás ha tenido
cuidado de estas cosas, jamás ha pensado
en ellas.
Sin embargo, responde aún, y dinos cómo
corrompo a los jóvenes. ¿Es según
tu denuncia, enseñándoles a no reconocer
los dioses que reconoce la patria, y enseñándoles
además a rendir culto, bajo el nombre de
demonios, a otras divinidades? ¿No es esto
lo que dices?
Melito
Sí, es lo mismo.
Sócrates
Melito, en nombre de esos mismos dioses de que
ahora se trata, explícate de una manera
un poco más clara, por mí y por
estos jueces, porque no acabo de comprender, si
me acusas de enseñar que hay muchos dioses,
(y en este caso, si creo que hay dioses, no soy
ateo, y falta la materia para que sea yo culpable)
o si estos dioses no son del Estado. ¿Es
esto de lo que me acusas? ¿O bien me acusas
de que no admito ningún Dios, y que enseño
a los demás a que no reconozcan ninguno?
Melito
Te acuso de no reconocer ningún Dios.
Sócrates
¡Oh maravilloso Melito!, ¿por qué
dices eso? ¡Qué! ¿Yo no creo
como los demás hombres que el sol y la
luna son dioses?
Melito
No, ¡por Júpiter!, atenienses, no
lo cree, porque dice que el sol es una piedra
y la luna una tierra.
Sócrates
¿Pero tú acusas a Anaxagoras, mi
querido Melito? Desprecias los jueces, porque
los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas
que no saben que los libros de Anaxagoras y de
Clazomenes están llenos de aserciones de
esta especie. Por lo demás, ¿qué
necesidad tendrían los jóvenes de
aprender de mí cosas que podían
ir a oír todos [64] los días a la
Orquesta, por un dracma a lo más? ¡Magnífica
ocasión se les presentaba para burlarse
de Sócrates, si Sócrates se atribuyese
doctrinas que no son suyas y tan extrañas
y absurdas por otra parte! Pero dime en nombre
de Júpiter, ¿pretendes que yo no
reconozco ningún Dios?
Melito
Sí, ¡por Júpiter!, tú
no reconoces ninguno.
Sócrates
Dices, Melito, cosas increíbles, ni estás
tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender
parece, atenienses, que Melito es un insolente,
que no ha intentado esta acusación sino
para insultarme, con toda la audacia de un imberbe,
porque justamente sólo ha venido aquí
para tentarme y proponerme un enigma, diciéndose
a sí mismo: —Veamos, si Sócrates,
este hombre que pasa por tan sabio, reconoce que
burlo y que digo cosas que se contradicen, o si
consigo engañar, no sólo a él,
sino a todos los presentes. Efectivamente se contradice
en su acusación, porque es como si dijera:
—Sócrates es culpable en cuanto no
reconoce dioses y en cuanto los reconoce. —¿Y
no es esto burlarse? Así lo juzgo yo. Seguidme,
pues, atenienses, os lo suplico, y como os dije
al principio, no os irritéis contra mí,
si os hablo a mi manera ordinaria.
Respóndeme, Melito. ¿Hay alguno
en el mundo que crea que hay cosas humanas y que
no hay hombres? Jueces, mandad que responda, y
que no haga tanto ruido. ¿Hay quien crea
que hay reglas para enseñar a los caballos,
y que no hay caballos? ¿Que hay tocadores
de flauta, y que no hay aires de flauta? No hay
nadie, excelente Melito. Yo responderé
por ti si no quieres responder. Pero dime: ¿hay
alguno que crea en cosas propias de los demonios,
y que, sin embargo, crea que no hay demonios?
[65]
Melito
No, sin duda.
Sócrates
¡Qué trabajo ha costado arrancarte
esta confesión! Al cabo respondes, pero
es preciso que los jueces te fuercen a ello. ¿Dices
que reconozco y enseño cosas propias de
los demonios? Ya sean viejas o nuevas, siempre
es cierto por tu voto propio, que yo creo en cosas
tocantes a los demonios, y así lo has jurado
en tu acusación. Si creo en cosas demoníacas,
necesariamente creo en los demonios; ¿no
es así? Sí, sin duda; porque tomo
tu silencio por un consentimiento. ¿Y estos
demonios no estamos convencidos de que son dioses
o hijos de dioses? ¿Es así, sí
o no?
Melito
Sí.
Sócrates
Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios,
según tu misma confesión, y que
los demonios son dioses, he aquí la prueba
de lo que yo decía, de que tú nos
proponías enigmas para divertirte a mis
expensas, diciendo que no creo en los dioses,
y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto
que creo en los demonios. Y si los demonios son
hijos de los dioses, hijos bastardos, si se quiere,
puesto que se dice que han sido habidos de ninfas
o de otros seres mortales, ¿quién
es el hombre que pueda creer que hay hijos de
dioses, y que no hay dioses? Esto es tan absurdo
como creer que hay mulos nacidos de caballos y
asnos, y que no hay caballos ni asnos. Así,
Melito, no puede menos de que hayas intentado
esta acusación contra mí, por sólo
probarme, y a falta de pretexto legítimo,
por arrastrarme ante el tribunal; porque a nadie
que tenga sentido común puedes persuadir
jamás de que el hombre que cree que hay
cosas concernientes a los dioses y a los demonios,
pueda creer, [66] sin embargo, que no hay ni demonios,
ni dioses, ni héroes; esto es absolutamente
imposible. Pero no tengo necesidad de extenderme
más en mi defensa, atenienses, y lo que
acabo de decir basta para hacer ver que no soy
culpable, y que la acusación de Melito
carece de fundamento.
Estad persuadidos, atenienses, de lo que os dije
en un principio; de que me he atraído muchos
odios, que esta es la verdad, y que lo que me
perderá, si sucumbo, no será ni
Melito ni Anito, será este odio, esta envidia
del pueblo que hace víctimas a tantos hombres
de bien, y que harán perecer en lo sucesivo
a muchos más; porque no hay que esperar
que se satisfagan con el sacrificio sólo
de mi persona.
Quizá me dirá alguno: ¿No
tienes remordimiento, Sócrates, en haberte
consagrado a un estudio que te pone en este momento
en peligro de muerte? A este hombre le daré
una respuesta muy decisiva, y le diré que
se engaña mucho al creer que un hombre
de valor tome en cuenta los peligros de la vida
o de la muerte. Lo único que debe mirar
en todos sus procederes es ver si lo que hace
es justo o injusto, si es acción de un
hombre de bien o de un malvado. De otra manera
se seguiría que los semidioses que murieron
en el sitio de Troya debieron ser los más
insensatos, y particularmente el hijo de Fhetis,
que, para evitar su deshonra, despreció
el peligro hasta el punto, que impaciente por
matar a Héctor y requerido por la Diosa
su madre, que le dijo, si mal no me acuerdo: Hijo
mío, si vengas la muerte de Patroclo, tu
amigo, matando a Héctor, tu morirás
porque
Tu muerte debe seguir a la de Héctor;
él, después de esta amenaza, despreciando
el peligro y la muerte y temiendo más vivir
como un cobarde, sin vengar a sus amigos, [67]
¡Que yo muera al instante!{3}
gritó, con tal que castigue al asesino
de Patroclo, y que no quede yo deshonrado.
Sentado en mis buques, peso inútil sobre
la tierra.{4}
¿Os parece que se inquietaba Fhetis del
peligro de la muerte? Es una verdad constante,
atenienses, que todo hombre que ha escogido un
puesto que ha creído honroso, o que ha
sido colocado en él por sus superiores,
debe mantenerse firme, y no debe temer ni la muerte,
ni lo que haya de más terrible, anteponiendo
a todo el honor.
Me conduciría de una manera singular y
extraña, atenienses, si después
de haber guardado fielmente todos los puestos
a que me han destinado nuestros generales en Potidea,
en Anfipolis y en Delio{5} y de haber expuesto
mi vida tantas veces, ahora que el Dios me ha
ordenado, porque así lo creo, pasar mis
días en el estudio de la filosofía,
estudiándome a mí mismo y estudiando
a los demás, abandonase este puesto por
miedo a la muerte o a cualquier otro peligro.
Verdaderamente esta sería una deserción
criminal, y me haría acreedor a que se
me citara ante este tribunal como un impío,
que no cree en los dioses, que desobedece al oráculo,
que teme la muerte y que se cree sabio, y que
no lo es. Porque temer la muerte, atenienses,
no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y
creer conocer lo que no se sabe. En efecto, nadie
conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los
bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme,
como si se [68] supiese con certeza que es el
mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No
es una ignorancia vergonzante creer conocer una
cosa que no se conoce?
Respecto a mí, atenienses, quizá
soy en esto muy diferente de todos los demás
hombres, y si en algo parezco más sabio
que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera
más allá de la muerte, digo y sostengo
que no lo sé. Lo que sé de cierto
es que cometer injusticias y desobedecer al que
es mejor y está por cima de nosotros, sea
Dios, sea hombre, es lo más criminal y
lo más vergonzoso. Por lo mismo yo no temeré
ni huiré nunca de males que no conozco
y que son quizá verdaderos bienes; pero
temeré y huiré siempre de males
que sé con certeza que son verdaderos males.
Si, a pesar de las instancias de Anito, quien
ha manifestado, que o no haberme traído
ante el tribunal, o que una vez llamado no podéis
vosotros dispensaros de hacerme morir, porque,
dice, que si me escapase de la muerte, vuestros
hijos, que son ya afectos a la doctrina de Sócrates,
serian irremisiblemente corrompidos, me dijeseis:
Sócrates, en nada estimamos la acusación
de Anito, y te declaramos absuelto; pero es a
condición de que cesarás de filosofar
y de hacer tus indagaciones acostumbradas; y si
reincides, y llega a descubrirse, tú morirás;
si me dieseis libertad bajo estas condiciones,
os respondería sin dudar: Atenienses, os
respeto y os amo; pero obedeceré a Dios
antes que a vosotros, y mientras yo viva no cesaré
de filosofar, dándoos siempre consejos,
volviendo a mi vida ordinaria, y diciendo a cada
uno de vosotros cuando os encuentre: buen hombre,
¿cómo siendo ateniense y ciudadano
de la más grande ciudad del mundo por su
sabiduría y por su valor, cómo no
te avergüenzas de no haber pensado más
que en amontonar riquezas, en adquirir crédito
y honores, de despreciar los tesoros de la verdad
y de la sabiduría, y de no [69] trabajar
para hacer tu alma tan buena como pueda serlo?
Y si alguno me niega que se halla en este estado,
y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se
lo negaré al pronto, pero le interrogaré,
le examinaré, le refutaré; y si
encuentro que no es virtuoso, pero que aparenta
serlo, le echaré en cara que prefiere cosas
tan abyectas y tan perecibles a las que son de
un precio inestimable.
He aquí de qué manera hablaré
a los jóvenes y a los viejos, a los ciudadanos
y a los extranjeros, pero principalmente a los
ciudadanos; porque vosotros me tocáis más
de cerca, porque es preciso que sepáis
que esto es lo que el Dios me ordena, y estoy
persuadido de que el mayor bien, que ha disfrutado
esta ciudad, es este servicio continuo que yo
rindo al Dios. Toda mi ocupación es trabajar
para persuadiros, jóvenes y viejos, que
antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas,
antes que cualquier otro cuidado, es el del alma
y de su perfeccionamiento; porque no me canso
de deciros que la virtud no viene de las riquezas,
sino por el contrario, que las riquezas vienen
de la virtud, y que es de aquí de donde
nacen todos los demás bienes públicos
y particulares.
Si diciendo estas cosas corrompo la juventud,
es preciso que estas máximas sean una ponzoña,
porque si se pretende que digo otra cosa, se os
engaña o se os impone. Dicho esto no tengo
nada que añadir. Haced lo que pide Anito,
o no lo hagáis; dadme libertad, o no me
la deis; yo no puedo hacer otra cosa, aunque hubiera
de morir mil veces... Pero no murmuréis,
atenienses, y concededme la gracia que os pedí
al principio: que me escuchéis con calma;
calma que creo que no os será infructuosa,
porque tengo que deciros otras muchas cosas que
quizá os harán murmurar; pero no
os dejéis llevar de vuestra pasión.
Estad persuadidos de que si me hacéis morir
en el supuesto de lo que os acabo de declarar,
el mal [70] no será sólo para mí.
En efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme
mal alguno, porque el mal no puede nada contra
el hombre de bien. Me harán quizá
condenar a muerte, o a destierro, o a la pérdida
de mis bienes y de mis derechos de ciudadano;
males espantosos a los ojos de Melito y de sus
amigos; pero yo no soy de su dictamen. A mi juicio,
el más grande de todos los males es hacer
lo que Anito hace en este momento, que es trabajar
para hacer morir un inocente.
En este momento, atenienses, no es en manera alguna
por amor a mi persona por lo que yo me defiendo,
y sería un error el creerlo así;
sino que es por amor a vosotros; porque condenarme
sería ofender al Dios y desconocer el presente
que os ha hecho. Muerto yo, atenienses, no encontrareis
fácilmente otro ciudadano que el Dios conceda
a esta ciudad (la comparación os parecerá
quizá ridícula) como a un corcel
noble y generoso, pero entorpecido por su misma
grandeza, y que tiene necesidad de espuela que
le excite y despierte. Se me figura que soy yo
el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros,
para predicaros todos los días, sin abandonaros
un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses,
difícil será que encontréis
otro hombre que llene esta misión como
yo; y si queréis creerme, me salvareis
la vida.
Pero quizá fastidiados y soñolientos
desechareis mi consejo, y entregándoos
a la pasión de Anito me condenareis muy
a la ligera. ¿Qué resultará
de esto? Que pasareis el resto de vuestra vida
en un adormecimiento profundo, a menos que el
Dios no tenga compasión de vosotros, y
os envíe otro hombre que se parezca a mí.
Que ha sido Dios el que me ha encomendado esta
misión para con vosotros es fácil
inferirlo, por lo que os voy a decir. Hay un no
sé qué de sobrehumano en el hecho
de haber abandonado yo durante tantos años
mis propios negocios por consagrarme a los vuestros,
[71] dirigiéndome a cada uno de vosotros
en particular, como un padre o un hermano mayor
puede hacerlo, y exhortándoos sin cesar
a que practiquéis la virtud.
Si yo hubiera sacado alguna recompensa de mis
exhortaciones, tendríais algo que decir;
pero veis claramente que mis mismos acusadores,
que me han calumniado con tanta impudencia, no
han tenido valor para echármelo en cara,
y menos para probar con testigos que yo haya exigido
jamás ni pedido el menor salario, y en
prueba de la verdad de mis palabras os presento
un testigo irrecusable, mi pobreza.
Quizá parecerá absurdo que me haya
entrometido a dar a cada uno en particular lecciones,
y que jamás me haya atrevido a presentarme
en vuestras asambleas, para dar mis consejos a
la patria. Quien me lo ha impedido, atenienses,
ha sido este demonio familiar, esta voz divina
de que tantas veces os he hablado, y que ha servido
a Melito para formar donosamente un capítulo
de acusación. Este demonio se ha pegado
a mí desde mi infancia; es una voz que
no se hace escuchar sino cuando quiere separarme
de lo que he resuelto hacer, porque jamás
me excita a emprender nada. Ella es la que se
me ha opuesto siempre, cuando he querido mezclarme
en los negocios de la república; y ha tenido
razón, porque ha largo tiempo, creedme
atenienses, que yo no existiría, si me
hubiera mezclado en los negocios públicos,
y no hubiera podido hacer las cosas que he hecho
en beneficio vuestro y el mío. No os enfadéis,
os suplico, si no os oculto nada; todo hombre
que quiera oponerse franca y generosamente a todo
un pueblo, sea el vuestro o cualquiera otro, y
que se empeñe en evitar que se cometan
iniquidades en la república, no lo hará
jamás impunemente. Es preciso de toda necesidad,
que el que quiere combatir por la justicia, por
poco que quiera vivir, sea sólo simple
particular y no hombre público. Voy a daros
pruebas magníficas [72] de esta verdad,
no con palabras, sino con otro recurso que estimáis
más, con hechos.
Oíd lo que a mí mismo me ha sucedido,
para que así conozcáis cuán
incapaz soy de someterme a nadie yendo contra
lo que es justo por temor a la muerte, y como
no cediendo nunca, es imposible que deje yo de
ser víctima de la injusticia. Os referiré
cosas poco agradables, mucho más en boca
de un hombre, que tiene que hacer su apología,
pero que son muy verdaderas.
Ya sabéis, atenienses, que jamás
he desempeñado ninguna magistratura, y
que tan sólo he sido senador. La tribu
Antioquida, a la que pertenezco, estaba en turno
en el Pritaneo, cuando contra toda ley os empeñasteis
en procesar, bajo un contesto, a los diez generales
que no habían enterrado los cuerpos de
los ciudadanos muertos en el combate naval de
las Arginusas{6}; injusticia que reconocéis
y de la que os arrepentisteis despees. entonces
fui el único senador que se atrevió
a oponerse a vosotros para impedir esta violación
de las leyes. Protesté contra vuestro decreto,
y a pesar de los oradores que se preparaban para
denunciarme, a pesar de vuestras amenazas y vuestros
gritos, quise más correr este peligro con
la ley y la justicia, que consentir con vosotros
en tan insigne iniquidad, sin que me arredraran
ni las cadenas, ni la muerte.
Esto acaeció cuando la ciudad era gobernada
por el pueblo, pero después que se estableció
la oligarquía, habiéndonos mandado
los treinta tiranos a otros cuatro y a mí
a Tolos{7}, nos dieron la orden de conducir desde
Salamina a León el salaminiano, para hacerle
morir, [73] porque daban estas ordenes a muchas
personas para comprometer el mayor número
de ciudadanos posible en sus iniquidades; y entonces
yo hice ver, no con palabras sino con hechos,
que la muerte a mis ojos era nada, permítaseme
esta expresión, y que mi único cuidado
consistía en no cometer impiedades e injusticias.
Todo el poder de estos treinta tiranos, por terrible
que fuese, no me intimidó, ni fue bastante
para que me manchara con tan impía iniquidad.
Cuando salimos de Tolos, los otro cuatro fueron
a Salamina y condujeron aquí a León,
y yo me retiré a mi casa, y no hay que
dudar, que mi muerte hubiera seguido a mi desobediencia,
si en aquel momento no se hubiera verificado la
abolición de aquel gobierno. Existe un
gran número de ciudadanos que pueden testimoniar
de mi veracidad.
¿Creéis que hubiera yo vivido tantos
años si me hubiera mezclado en los negocios
de la república, y como hombre de bien
hubiera combatido toda clase de intereses bastardos,
para dedicarme exclusivamente a defender la justicia?
Esperanza vana, atenienses; ni yo ni ningún
otro hubiera podido hacerlo. Pero la única
cosa que me he propuesto toda mi vida en público
y en particular es no ceder ante nadie, sea quien
fuere, contra la justicia, ni ante esos mismos
tiranos que mis calumniadores quieren convertir
en mis discípulos.
Jamás he tenido por oficio el enseñar,
y si ha habido algunos jóvenes o ancianos
que han tenido deseo de verme a la obra y oír
mis conversaciones, no les he negado esta satisfacción,
porque como no es mercenario mi oficio, no rehúso
el hablar, aun cuando con nada se me retribuye
y estoy dispuesto siempre a espontanearme con
ricos y pobres, dándoles toda anchura para
que me pregunten, y, si lo prefieren, para que
me respondan a las cuestiones que yo suscite.
[74]
Y si entre ellos hay algunos que se han hecho
hombres de bien o pícaros, no hay que alabarme
ni reprenderme por ello, porque no soy yo la causa,
puesto que jamás he prometido enseñarles
nada, y de hecho nada les he enseñado;
y si alguno se alaba de haber recibido lecciones
privadas u oído de mí cosas distintas
de las que digo públicamente a todo el
mundo, estad persuadidos de que no dice la verdad.
Ya sabéis, atenienses, por qué la
mayor parte de las gentes gustan escucharme y
conversar detenidamente conmigo; os he dicho la
verdad pura, y es porque tienen singular placer
en combatir con gentes que se tienen por sabias
y que no lo son; combates que no son desagradables
para los que los dirigen. Como os dije antes,
es el Dios mismo el que me ha dado esta orden
por medio de oráculos, por sueños
y por todos los demás medios de que la
Divinidad puede valerse para hacer saber a los
hombres su voluntad.
Si lo que digo no fuese cierto, os sería
fácil convencerme de ello; porque si yo
corrompía los jóvenes, y de hecho
estuviesen ya corrompidos, sería preciso
que los más avanzados en edad, y que saben
en conciencia que les he dado perniciosos consejos
en su juventud, se levantasen contra mí
y me hiciesen castigar; y si no querían
hacerlo, sería un deber en sus parientes,
como sus padres, sus hermanos, sus tíos,
venir a pedir venganza contra el corruptor de
sus hijos, de sus sobrinos, de sus hermanos. Veo
muchos que están presentes, como Criton,
que es de mi pueblo y de mi edad, padre de Critobulo,
que aquí se halla; Lisanias de Sfettios,
padre de Esquines, también presente; Antifon,
también del pueblo de Cefisa y padre de
Epigenes; y muchos otros, cuyos hermanos han estado
en relación conmigo, como Nicostrates,
hijo de Zotidas y hermano de Teodoto, que ha muerto
y que por lo tanto no tiene necesidad del socorro
[75] de su hermano. Veo también a Parales,
hijo de Demodoco y hermano de Teages; Adimanto,
hijo de Ariston con su hermano Platón,
que tenéis delante; Eartodoro, hermano
de Apolodoro{8} y muchos más, entre los
cuales está obligado Melito a tomar por
lo menos uno o dos para testigos de su causa.
Si no ha pensado en ello, aún es tiempo;
yo le permito hacerlo; que diga, pues, si puede;
pero no puede, atenienses. Veréis que todos
estos están dispuestos a defenderme, a
mí que he corrompido y perdido enteramente
a sus hijos y hermanos, si hemos de creer a Melito
y a Anito. No quiero hacer valer la protección
de los que he corrompido, porque podrían
tener sus razones para defenderme; pero sus padres,
que no he seducido y que tienen ya cierta edad,
¿qué otra razón pueden tener
para protegerme más que mi derecho y mi
inocencia? ¿No saben que Melito es un hombre
engañoso, y que yo no digo más que
la verdad? He aquí, atenienses, las razones
de que puedo valerme para mi defensa; las demás
que paso en silencio son de la misma naturaleza.
Pero quizá habrá alguno entre vosotros,
que acordándose de haber estado en el puesto
en que yo me hallo, se irritará contra
mí, porque peligros mucho menores los ha
conjurado, suplicando a sus jueces con lágrimas,
y, para excitar más la compasión,
haciendo venir aquí sus hijos, sus parientes
y sus amigos, mientras que yo no he querido recurrir
a semejante aparato, a pesar de las señales
que se advierten de que corro el mayor de todos
los peligros. Quizá presentándose
a su espíritu esta diferencia, les agriará
contra mí, y dando en tal situación
su voto, le darán con indignación.
[76] Si hay alguno que abrigue estos sentimientos,
lo que no creo, y sólo lo digo en hipótesis,
la excusa más racional de que puedo valerme
con él es decirle: amigo mío, tengo
también parientes, porque para servirme
de la expresión de Homero,
Yo no he salido de una encina o de una roca{9}
sino que he nacido como los demás hombres.
De suerte, atenienses, que tengo parientes y tengo
tres hijos, de los cuales el mayor está
en la adolescencia y los otros dos en la infancia,
y sin embargo, no les haré comparecer aquí
para comprometeros a que me absolváis.
¿Por qué no lo haré? No es
por una terquedad altanera, ni por desprecio hacia
vosotros; y dejo a un lado si miro la muerte con
intrepidez o con debilidad, porque esta es otra
cuestión; sino que es por vuestro honor
y por el de toda la ciudad. No me parece regular
ni honesto que vaya yo a emplear esta clase de
medios a la edad que tengo y con toda mi reputación
verdadera o falsa; basta que la opinión
generalmente recibida sea que Sócrates
tiene alguna ventaja sobre la mayor parte de los
hombres. Si los que entre vosotros pasan por ser
superiores a los demás por su sabiduría,
su valor o por cualquiera otra virtud se rebajasen
de esta manera, me avergüenzo decirlo, como
muchos que he visto, que habiendo pasado por grandes
personajes, hacían, sin embargo, cosas
de una bajeza sorprendente cuando se los juzgaba,
como si estuviesen persuadidos de que sería
para ellos un gran mal si les hacían morir,
y de que se harían inmortales si los absolvían;
repito que obrando así, harían la
mayor afrenta a esta ciudad, porque darían
lugar a que los extranjeros creyeran, que los
más virtuosos, de entre los atenienses,
preferidos para obtener los más altos honores
y dignidades [77] por elección de los demás,
en nada se diferenciaban de miserables mujeres;
y esto no debéis hacerlo, atenienses, vosotros
que habéis alcanzado tanta nombradía;
y si quisiéramos hacerlo, estáis
obligados a impedirlo y declarar que condenareis
más pronto a aquel que recurra a estas
escenas trágicas para mover a compasión,
poniendo en ridículo vuestra ciudad, que
a aquel que espere tranquilamente la sentencia
que pronunciéis.
Pero sin hablar de la opinión, atenienses,
no me parece justo suplicar al juez ni hacerse
absolver a fuerza de súplicas. Es preciso
persuadirle y convencerle, porque el juez no está
sentado en su silla para complacer violando la
ley, sino para hacer justicia obedeciéndola.
Así es como lo ha ofrecido por juramento,
y no está en su poder hacer gracia a quien
le agrade, porque está en la obligación
de hacer justicia. No es conveniente que os acostumbremos
al perjurio, ni vosotros debéis dejaros
acostumbrar; porque los unos y los otros seremos
igualmente culpables para con los dioses.
No esperéis de mí, atenienses, que
yo recurra para con vosotros a cosas que no tengo
por buenas, ni justas, ni piadosas, y menos que
lo haga en una ocasión en que me veo acusado
de impiedad por Melito; porque si os ablandase
con mis súplicas y os forzase a violar
vuestro juramento, sería evidente que os
enseñaría a no creer en los dioses,
y, queriendo justificarme, probaría contra
mí mismo, que no creo en ellos. Pero es
una fortuna atenienses, que esté yo en
esta creencia. Estoy más persuadido de
la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores;
y es tan grande la persuasión, que me entrego
a vosotros y al Dios de Delfos, a fin de que me
juzguéis como creáis mejor para
vosotros y para mí. [78]
(Terminada la defensa de Sócrates, los
jueces, que eran 556, procedieron a la votación
y resultaron 281 votos en contra y 275 en favor;
y Sócrates, condenado por una mayoría
de seis votos, tomó la palabra y dijo:)
No creáis, atenienses, que me haya conmovido
el fallo que acabáis de pronunciar contra
mí, y esto por muchas razones; la principal,
porque ya estaba preparado para recibir este golpe.
Mucho más sorprendido estoy con el número
de votantes en pro y en contra, y no esperaba
verme condenado por tan escaso número de
votos. Advierto que sólo por tres votos
no he sido absuelto. Ahora veo que me he librado
de las manos de Melito; y no sólo librado,
sino que os consta a todos que si Anito y Licon
no se hubieran levantado para acusarme, Melito
hubiera pagado 6.000 dracmas{10} por no haber
obtenido la quinta parte de votos.
Melito me juzga digno de muerte; en buen hora.
¿Y yo de qué pena{11} me juzgaré
digno? Veréis claramente, atenienses, que
yo no escojo más que lo que merezco. ¿Y
cuál es? ¿A qué pena, a qué
multa voy a condenarme por no haber callado las
cosas buenas que aprendí durante toda mi
vida; por haber despreciado lo que los demás
buscan con tanto afán, las riquezas, el
cuidado de los negocios domésticos, los
empleos y las dignidades; por no haber entrado
jamás en ninguna cábala, ni en ninguna
conjuración, prácticas bastante
ordinarias en esta ciudad; por ser conocido como
hombre, de bien, no queriendo conservar mi vida
valiéndome de medios tan indignos? Por
otra parte, sabéis que jamás he
querido tomar ninguna profesión en la que
pudiera trabajar al mismo tiempo en [79] provecho
vuestro y en el mío, y que mi único
objeto ha sido procuraros a cada uno de vosotros
en particular el mayor de todos los bienes, persuadiéndoos
a que no atendáis a las cosas que os pertenecen
antes que al cuidado de vosotros mismos, para
haceros más sabios y más perfectos,
lo mismo que es preciso tener cuidado de la existencia
de la república antes de pensar en las
cosas que la pertenecen, y así de lo demás.
Dicho esto, ¿de qué soy digno? De
un gran bien sin duda, atenienses, si proporcionáis
verdaderamente la recompensa al mérito;
de un gran bien que pueda convenir a un hombre
tal como yo. ¿Y qué es lo que conviene
a un hombre pobre, que es vuestro bienhechor,
y que tiene necesidad de un gran desahogo para
ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto,
atenienses, como el ser alimentado en el Pritaneo
y esto le es más debido que a los que entre
vosotros han ganado el premio en las corridas
de caballos y carros en los juegos olímpicos{12};
porque éstos con sus victorias hacen que
aparezcamos felices, y yo os hago, no en la apariencia,
sino en la realidad. Por otra parte, éstos
no tienen necesidad de este socorro, y yo la tengo.
Si en justicia es preciso adjudicarme una recompensa
digna de mí, esta es la que merezco, el
ser alimentado en el Pritaneo.
Al hablaros así, atenienses, quizá
me acusareis de que lo hago con la terquedad y
arrogancia con que deseché antes los lamentos
y las súplicas. Pero no hay nada de eso.
El motivo que tengo es, atenienses, que abrigo
la convicción de no haber hecho jamás
el menor daño a nadie queriéndolo
y sabiéndolo. No puedo hoy persuadiros
de ello, porque el tiempo que me queda es muy
corto. Si [80] tuvieseis una ley que ordenase
que un juicio de muerte durara muchos días,
como se practica en otras partes, y no uno solo,
estoy persuadido que os convencería. ¿Pero
qué medio hay para destruir tantas calumnias
en un tan corto espacio de tiempo? Estando convencidísimo
de que no he hecho daño a nadie, ¿cómo
he de hacérmelo a mí mismo, confesando
que merezco ser castigado, e imponiéndome
a mí mismo una pena? ¡Qué!
¿Por no sufrir el suplicio a que me condena
Melito, suplicio que verdaderamente no sé
si es un bien o un mal, iré yo a escoger
alguna de esas penas, que sé con certeza
que es un mal, y me condenaré yo mismo
a ella? ¿Será quizá una prisión
perpetua? ¿Y qué significa vivir
siempre yo esclavo de los Once?{13} ¿Será
una multa y prisión hasta que la haya pagado?
Esto equivale a lo anterior, porque no tengo con
qué pagarla. ¿Me condenaré
a destierro? Quizá confirmaríais
mi sentencia. Pero era necesario que me obcecara
bien el amor a la vida, atenienses, si no viera
que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no
habéis podido sufrir mis conversaciones
ni mis máximas, y de tal manera os han
irritado que no habéis parado hasta deshaceros
de mí, con mucha más razón
los de otros países no podrían sufrirme.
¡Preciosa vida para Sócrates, si
a sus años, arrojado de Atenas, se viera
errante de ciudad en ciudad como un vagabundo
y como un proscrito! Sé bien, que, a do
quiera que vaya, los jóvenes me escucharán,
como me escuchan en Atenas; pero si los rechazo
harán que sus padres me destierren; y si
no los rechazo, sus padres y parientes me arrojarán
por causa de ellos.
Pero me dirá quizá alguno: —¡Qué!,
Sócrates, ¿si marchas desterrado
no podrás mantenerte en reposo y guardar
silencio? Ya veo que este punto es de los más
[81] difíciles para hacerlo comprender
a alguno de vosotros, porque si os digo que callar
en el destierro sería desobedecer a Dios,
y que por esta razón me es imposible guardar
silencio, no me creeríais y miraríais
esto como una ironía; y si por otra parte
os dijese que el mayor bien del hombre es hablar
de la virtud todos los días de su vida
y conversar sobre todas las demás cosas
que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome
a mí mismo, ya examinando a los demás,
porque una vida sin examen no es vida, aún
me creeríais menos. Así es la verdad,
atenienses, por más que se os resista creerla.
En fin, no estoy acostumbrado a juzgarme acreedor
a ninguna pena. Verdaderamente si fuese rico,
me condenaría a una multa tal, que pudiera
pagarla, porque esto no me causaría ningún
perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, a
menos que no queráis que la multa sea proporcionada
a mi indigencia, y en este concepto podría
extenderme hasta una mina de plata, y a esto es
a lo que yo me condeno. Pero Platón, que
está presente, Criton, Critobulo y Apolodoro;
quieren que me extienda hasta treinta minas, de
que ellos responden. Me condeno pues a treinta
minas, y he aquí mis fiadores, que ciertamente
son de mucho abono.
(Habiéndose Sócrates condenado a
sí mismo a la multa por obedecer a la ley,
los jueces deliberaron y le condenaron a muerte,
y entonces Sócrates tomó la palabra
y dijo:)
En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia
y precipitación vais a cargar con un baldón
y dar lugar a vuestros envidiosos enemigos a que
acusen a la república de haber hecho morir
a Sócrates, a este hombre sabio, porque
para agravar vuestra vergonzosa situación,
ellos me llamarán sabio aunque no lo sea.
En lugar de que si [82] hubieseis tenido un tanto
de paciencia, mi muerte venía de suyo,
y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque
ya veis que en la edad que tengo estoy bien cerca
de la muerte. No digo esto por todos los jueces,
sino tan sólo por los que me han condenado
a muerte, y a ellos es a quienes me dirijo. ¿Creéis
que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado
en los medios para defenderme? ¿Creéis
que me hubieran faltado palabras insinuantes y
persuasivas? No son las palabras, atenienses,
las que me han faltado; es la impudencia de no
haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho
de oír. Hubiera sido para vosotros una
gran satisfacción haberme visto lamentar,
suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las
demás bajezas que estáis viendo
todos los días en los acusados. Pero en
medio del peligro, no he creído que debía
rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso,
y después de vuestra sentencia no me arrepiento
de no haber cometido esta indignidad, porque quiero
más morir después de haberme defendido
como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado
ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia,
ni en medio de la guerra, debe el hombre honrado
salvar su vida por tales medios. Sucede muchas
veces en los combates, que se puede salvar la
vida muy fácilmente, arrojando las armas
y pidiendo cuartel al enemigo, y lo mismo sucede
en todos los demás peligros; hay mil expedientes
para evitar la muerte; cuando está uno
en posición de poder decirlo todo o hacerlo
todo. ¡Ah! Atenienses, no es lo difícil
evitar la muerte; lo es mucho más evitar
la deshonra, que marcha más ligera que
la muerte. Esta es la razón, porque, viejo
y pesado como estoy, me he dejado llevar por la
más pesada de las dos, la muerte; mientras
que la más ligera, el crimen, esta adherida
a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza.
Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis
condenado, pero ellos sufrirán la iniquidad
y la infamia a que la [83] verdad les condena.
Con respecto a mí, me atengo a mi castigo,
y ellos se atendrán al suyo. En efecto,
quizá las cosas han debido pasar así,
y en mi opinión no han podido pasar de
mejor modo.
¡Oh vosotros!, que me habéis condenado
a muerte, quiero predeciros lo que os sucederá,
porque me veo en aquellos momentos, cuando la
muerte se aproxima, en que los hombres son capaces
de profetizar el porvenir. Os lo anuncio, vosotros
que me hacéis morir, vuestro castigo no
tardará, cuando yo haya muerto, y será,
¡por Júpiter!, más cruel que
el que me imponéis. En deshaceros de mí,
sólo habéis intentado descargares
del importuno peso de dar cuenta de vuestra vida,
pero os sucederá todo lo contrario; yo
os lo predigo.
Se levantará contra vosotros y os reprenderá
un gran número de personas, que han estado
contenidas por mi presencia, aunque vosotros no
lo apercibíais; pero después de
mi muerte serán tanto más importunos
y difíciles de contener, cuanto que son
más jóvenes; y más os irritareis
vosotros, porque si creéis que basta matar
a unos para impedir que otros os echen en cara
que vivís mal, os engañáis.
Esta manera de libertarse de sus censores ni es
decente, ni posible. La que es a la vez muy decente
y muy fácil es, no cerrar la boca a los
hombres, sino hacerse mejor. Lo dicho basta para
los que me han condenado, y los entrego a sus
propios remordimientos.
Con respecto a los que me habéis absuelto
con vuestros votos, atenienses, conversaré
con vosotros con el mayor gusto, mientras que
los Once estén ocupados, y no se me conduzca
al sitio donde deba morir. Concededme, os suplico,
un momento de atención, porque nada impide
que conversemos juntos, puesto que da tiempo:
Quiero deciros, como amigos, una cosa que acaba
de sucederme, y explicaros lo que significa. Sí,
jueces míos, (y llamándoos así
no me engaño en el nombre) me [84] ha sucedido
hoy una cosa muy maravillosa. La voz divina de
mi demonio familiar que me hacía advertencias
tantas veces, y que en las menores ocasiones no
dejaba jamás de separarme de todo lo malo
que iba a emprender, hoy, que me sucede lo que
veis, y lo que la mayor parte de los hombres tienen
por el mayor de todos los males, esta voz no me
ha dicho nada, ni esta mañana cuando salí
de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando
he comenzado a hablares. Sin embargo, me ha sucedido
muchas veces, que me ha interrumpido en medio
de mis discursos, y hoy a nada se ha opuesto,
haya dicho o hecho yo lo que quisiera. ¿Qué
puede significar esto? Voy a decíroslo.
Es que hay trazas de que lo que me sucede es un
gran bien, y nos engañamos todos sin duda,
si creemos que la muerte es un mal. Una prueba
evidente de ello es que si yo no hubiese de realizar
hoy algún bien, el Dios no hubiera dejado
de advertírmelo como acostumbra.
Profundicemos un tanto la cuestión, para
hacer ver que es una esperanza muy profunda la
de que la muerte es un bien.
Es preciso de dos cosas una: o la muerte es un
absoluto anonadamiento y una privación
de todo sentimiento, o, como se dice, es un tránsito
del alma de un lugar a otro. Si es la privación
de todo sentimiento, una dormida pacífica
que no es turbada por ningún sueño,
¿qué mayor ventaja puede presentar
la muerte? Porque si alguno, después de
haber pasado una noche muy tranquila sin ninguna
inquietud, sin ninguna turbación, sin el
menor sueño, la comparase con todos los
demás días y con todas las demás
noches de su vida, y se le obligase a decir en
conciencia cuántos días y noches
había pasado que fuesen más felices
que aquella noche; estoy persuadido de que no
sólo un simple particular, si no el mismo
gran rey, encontraría bien pocos, y le
sería muy fácil contarlos. Si la
muerte es una cosa semejante, la llamo con razón
un [86] bien; porque entonces el tiempo todo entero
no es más que una larga noche.
Pero si la muerte es un tránsito de un
lugar a otro, y si, según se dice, allá
abajo está el paradero de todos los que
han vivido, ¿qué mayor bien se puede
imaginar, jueces míos? Porque si, al dejar
los jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran
en los infiernos los verdaderos jueces, que se
dice que hacen allí justicia, Mines, Radamanto,
Eaco, Triptolemo y todos los demás semidioses
que han sido justos durante su vida, ¿no
es este el cambio más dichoso? ¿A
qué precio no compraríais la felicidad
de conversar con Orfeo, Museo, Hesiodo y Homero?
Para mí, si es esto verdad, moriría
gustoso mil veces. ¿Qué trasporte
de alegría no tendría yo cuando
me encontrase con Palamedes, con Afax, hijo de
Telamon, y con todos los demás héroes
de la antigüedad, que han sido víctimas
de la injusticia? ¡Qué placer el
poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero
aún sería un placer infinitamente
más grande para mí pasar allí
los días, interrogando y examinando a todos
estos personajes, para distinguir los que son
verdaderamente sabios de los que creen serlo y
no lo son. ¿Hay alguno, jueces míos,
que no diese todo lo que tiene en el mundo por
examinar al que condujo un numeroso ejército
contra Troya o Ulises o Sisifo y tantos otros,
hombres y mujeres, cuya conversación y
examen serían una felicidad inexplicable?
Estos no harían morir a nadie por este
examen, porque además de que son más
dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan
de la inmortalidad, si hemos de creer lo que se
dice.
Esta es la razón, jueces míos, para
que nunca perdáis las esperanzas aún
después de la tumba, fundados en esta verdad;
que no hay ningún mal para el hombre de
bien, ni durante su vida, ni después de
su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado
de cuanto tiene relación con [86] él;
porque lo que en este momento me sucede a mí
no es obra del azar, y estoy convencido de que
el mejor partido para mí es morir desde
luego y libertarme así de todos los disgustos
de esta vida. He aquí por qué la
voz divina nada me ha dicho este día. No
tengo ningún resentimiento contra mis acusadores,
ni contra los que me han condenado, aun cuando
no haya sido su intención hacerme un bien,
sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería
un motivo para quejarme de ellos. Pero sólo
una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos
sean mayores, os suplico los hostiguéis,
los atormentéis, como yo os he atormentado
a vosotros, si veis que prefieren las riquezas
a la virtud, y que se creen algo cuando no son
nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza,
si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen
ser lo que no son; porque así es como yo
he obrado con vosotros. Si me concedéis
esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos
menos de alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo
de que nos retiremos de aquí, yo para morir,
vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y
yo, quién lleva la mejor parte? Esto es
lo que nadie sabe, excepto Dios.
———
{1} Los últimos acusadores
de Sócrates fueron Anito, que murió
después lapidado en el Ponto, Licon, que
sostuvo la acusación, y Melito. Véase
a Eutifron.
{2} Se llamaban así los poetas que hacían
himnos en honor de Baco.
{3} Homero, Iliada, lib. 18, v. 96-98.
{4} Homero, Iliada, lib. 18, v. 104.
{5} Sócrates se distinguió por su
valor en los dos primeros sitios, y en la batalla
de Delio salvó la vida a Xenofonte, su
discípulo, y a Alcibíades.
{6} Este combate fue dado por Cellicratidas, general
de los lacedemonios, contra los diez generales
atenienses. Estos últimos consiguieron
la victoria.
{7} Tolos era la sala de despacho de los Pritaneos
o senadores.
{8} Cuando Sócrates fue condenado, Apolodoro
exclamó: ¡Sócrates, lo que
me aflige más es verte morir inocente!
Sócrates, pasándole la mano suavemente
por la cabeza, le dijo con la risa en los labios:
¡Amigo mío!, ¿querrías
más verme morir culpable?
{9} Odisea, lib. 19, v. 163.
{10} Era preciso que el acusador obtuviese la
mitad más una quinta parte de votos.
{11} La ley permitía al acusado condenarse
a una de estas tres penas; prisión perpetua,
multa, destierro. Sócrates no cayó
en este lazo.
{12} Los ciudadanos de grandes servicios eran
mantenidos en el Pritaneo con los cincuenta senadores
en ejercicio.
{13} Eran los magistrados encargados de la vigilancia
de las prisiones.
Proyecto Filosofía en español
www.filosofia.org
Patricio de Azcárate · Obras completas
de Platón
Madrid 1871, tomo 1, páginas 49-86
http://www.filosofia.org/cla/pla/azc01049.htm
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